“Mi generación”: la sociología como lente interpretativa

Ensayo

El problema con las etiquetas generacionales es que sirven para simplificar, clasificar o calificar grupos, pero no para describir y explicar itinerarios y trayectorias vitales múltiples, contradictorias y complejas.

"Somos la hechura de un tiempo de cielos plomizos". (UdG)
Adrián Acosta Silva
Ciudad de México /

Cada uno levanta su bandera o estandarte

de signos detenidos, de levaduras amargas.

Comen recuerdos y olvidos, unánimes comensales.

David Huerta, Fantasmas

Es un asunto complicado hablar de una generación. Tenemos la manía de etiquetar a las generaciones como si fueran un conjunto de individuos social, política o culturalmente homogéneos, unidos por sus años o territorios de nacimiento, por las circunstancias en las que crecen y se desarrollan, por las creencias que comparten, o porque experimentan simultáneamente acontecimientos que marcaron simbólica o dramáticamente la memoria colectiva en un tiempo y circunstancias específicas. Por eso se habla de la “generación del 27”, la “generación del medio siglo”, la “generación del 68”, la generación “X” o la “Z”, la generación de la crisis, la de la pandemia, la generación de Woodstock o la de Avándaro, los baby-boomers, los millennials, los centennials, la generación digital, la generación de cristal, la generación perdida.

El problema con las etiquetas generacionales es que sirven para simplificar, clasificar o calificar grupos, pero no para describir y explicar itinerarios y trayectorias vitales múltiples, contradictorias y complejas. En realidad, cuando decimos “generación” hablamos de un conjunto heterogéneo de individualidades que más o menos comparten un tiempo y un contexto específico, en el transcurso del cual establecen lazos afectivos, emocionales, intelectuales y, en ocasiones, también políticos. De esas maderas están hechas todas las generaciones de todos los tiempos. Reúnen un conjunto difuso de tradiciones, de creencias, de imágenes, de ilusiones y convicciones que alimentan y dan forma a prácticas sociales, éticas y, en un sentido amplio, culturales, representadas por hombres y mujeres con nombre y apellido, que cultivan preferencias y gestionan las incertidumbres, los dilemas morales, sus emociones y crisis como pueden, creen o desean.

Mi generación es, como todas, una de ésas. Y me refiero a “mi generación” en el sentido que The Who (el gran grupo de rock inglés de finales de los sesenta y los setenta), le diera en una de sus rolas más célebres, titulada justamente “My Generation”. Un reclamo rabioso, voluntarista, un tanto ingenuo, un llamado de atención, un grito de identidad de un grupo de jóvenes insatisfechos, confundidos y apasionados, pero absolutamente convencidos de que las cosas podían y debían cambiar.

Los que nos reunimos hoy aquí solo nos representamos a nosotros mismos, a nadie más. Somos la hechura de un tiempo de cielos plomizos bajo los cuales se fraguaron algunos cambios interesantes, violentos y esperanzadores ocurridos entre 1978 y 1983, cuando ingresamos y egresamos de la carrera de sociología en la Universidad de Guadalajara. Son los años situados a las puertas de la década perdida de los años ochenta, de los ajustes económicos neoliberales basados en lo que posteriormente se denominaría como el “Consenso de Washington”, y los inicios de la llamada transición democrática; de la expansión de los movimientos sociales y de la imaginación política; de la crítica a la moralidad pública y la denuncia contra la desigualdad social, la pobreza y la discriminación; de los señalamientos a la corrupción y el autoritarismo del régimen posrevolucionario mexicano. El oficio del sociólogo aquí y ahora se forjó en ese ambiente gobernado por espíritus múltiples, los fantasmas de pasados recientes y las sombras de futuros inciertos. Entre los jardines, pasillos y salones de la entonces Facultad de Filosofía y Letras —incluyendo por supuesto al célebre “Pinos Bar” y las caguamas frías que comprábamos cada jueves o viernes en la tienda de Don Cuco—, mi generación se nutrió generosamente del combustible del aburrimiento y la insatisfacción, de la crítica contra el estado de cosas, de la búsqueda ansiosa y a veces desesperada o confusa de soluciones políticas a través de los caminos largos de la reforma, o las vías rápidas de la revolución.

Quizá por esas circunstancias, el marxismo dominó nuestra formación sociológica. Pero habría que precisar: los marxismos y los postmarxismos. Marx, Engels, Gramsci, Lenin, Lucaks, historiadores como Thompson o Hobsbawn, formaron parte de los autores que leímos y discutimos junto con las teorías sociológicas clásicas de Durkheim, Rousseau o Weber, de filósofos como Ernest Cassirer o Adam Schaff, de Manuel Castells y la sociología urbana, de los textos de Pablo González Casanova, Octavio Rodríguez Araujo o de Arnaldo Córdova, de Carlos Pereyra, de la influencia de la revolución cubana y sus mitologías, del asesinato de Salvador Allende y de los ecos violentos y justicieros de las luchas de los grupos guerrilleros mexicanos de la primera mitad de los años setenta, cuyos orígenes se fraguaron en el barrio de San Andrés, o en las luchas armadas entre la FER y la FEG. Nuestros profesores ya fallecidos como Pedro Quevedo, Andrés Orrego Matte, Jesús Pérez Castellanos, César López Cuadras, Mabel Padlog, o Flaviano Castañeda, o los que afortunadamente nos acompañan como Tomás Herrera, Fabián González, Jaime Tamayo, Patricia Arias, o Francisco Contreras, son una parte indispensable de nuestra formación política, intelectual y sentimental.

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Ángel, Rosa, Jorge, Elisa, Mario, Gloria Angélica, Yolanda, Ana María, Chuy, Rodrigo, Ramón, Rosario, Felipe, Margarita, Lupita, Rogelio, Armando, son los compañeros de esos años de experiencias y aprendizajes ocurridos dentro y fuera de las aulas. También ya contamos a nuestros muertos, desde hace muchos años: Rafa y Gonzalo. Esta es la primera vez que nos reunimos en cuarenta años, aunque muchos de nosotros nos hemos saludado en reuniones académicas y ambientes cantinescos a lo largo de estas cuatro décadas. Algunos desarrollamos nuestro oficio en ambientes universitarios, decidimos estudiar posgrados, dar clases, dirigir tesis, desarrollar proyectos y participar en grupos de investigación o discusión en diversos temas. Otros combinamos la vida académica con la vida política y pública, tratando de establecer conexiones entre el mundo escrito y el mundo no escrito de nuestros entornos locales y nacional. Algunos incursionaron en las mezclas duras de las actividades académicas con el ejercicio de la gestión propia del funcionariado universitario o gubernamental, o mediante el ejercicio de consultorías, estudios y proyectos para organizaciones públicas, sociales y privadas. Otros desarrollaron el oficio de modo diferente. En las comunidades, en el activismo social, en el impulso de la educación y el ejercicio de la profesión docente. Algunos establecieron sus actividades en el mundo de los negocios privados, uno más se fue al otro lado para experimentar, quemando sus naves laborales previas, en el viejo oficio del wet-back, y construir en otro lugar, lejos de aquí, su vida, su trabajo y su familia.

A pesar de esta diversidad de trayectorias, sospecho que la sociología ha sido una lente interpretativa constante de nuestros itinerarios vitales, más allá de oficios, ocupaciones y afinidades electivas. No porque nos fuera útil en el sentido más instrumental del término, sino porque la sociología permite mirar las cosas de modo distinto, con sus múltiples focos de atención, sus excesos interpretativos, limitaciones metodológicas y virtudes comprensivas. Hoy, en los años en que las violencias homicidas, las desapariciones forzadas y las desigualdades sociales se han endurecido, donde las promesas no cumplidas de la democracia se amontonan por todos lados, y donde las ineficacias gubernamentales se combinan con una creciente conflictividad y polarización política, las nuevas generaciones de sociólogos enfrentan desafíos interpretativos, preocupaciones privadas y acciones públicas de un nuevo tamaño, dimensión y complejidad.

De muchas maneras, estudiar la sociología supone la curiosidad y el entusiasmo por examinar y discutir una y otra vez los nuevos y viejos problemas sociales. Es tratar de comprender las relaciones entre las estructuras, los procesos y los actores de la vida social en múltiples campos de la acción organizada. Estudiar sociología es un estado de ánimo, ese ánimo generacional como al que se refirieron los Who en “My Generation”, de 1965. Un estado permanente de insatisfacción, de rebeldía, de confusión e incertidumbre, gritado cara a cara, acompañado del deslumbrante sonido del requinto eléctrico de Pete Townshend, la voz deliberadamente tartamuda de Roger Daltrey, la potente batería de Keith Moon, y el bajo furioso de John Entwistle. Es claro que se trata solo una canción del rock clásico que, sin embargo, se convertiría en el emblema sonoro de una generación imaginaria que marcó simbólicamente una época de confusión, claroscuros e incertidumbres. Tal vez por ello, Bob Dylan incluye esa canción como una de las que configuran su Filosofía de la canción moderna (Anagrama, 2022, Barcelona), y que, ante las dramáticas escenas de guerra que hoy sacuden nuevamente al mundo en Ucrania y en la Franja de Gaza, y las violencias criminales que padecemos desde hace años en Guadalajara y en el país, recuerdan y revitalizan de algún modo las aguas profundas de aquel reclamo sesentero. Como escribió el Doctor Dylan: “No quieres ser viejo y decrépito, no gracias. Estiro la pata antes de que pase. Mortificado, observas un mundo que no tiene remedio”.

Amén.


Texto preparado para el conversatorio “Sociología, ¿para qué? Relatos de una generación de egresados (1978-1983)”, celebrado en el CUCSH-Universidad de Guadalajara, 26 de octubre de 2023.

AQ

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