Cuando Óscar Martínez vino a México a trabajar como periodista freelance, en 2005, le llamó la atención el camino que tomaba la gente para salir de diversos lugares en Centroamérica. Recuerda que en ese periodo la violencia en la región aumentaba. “El verbo de mucha gente era huir y el verbo huir se mezclaba con el concepto de migrar para progresar. Cuando me asomé al flujo de la migración en México, fue inevitable quedarme y dedicar años a entender eso”. Martínez se dio cuenta de que era un tema abandonado, se cubría esporádicamente, con poca profundidad, en los lugares clásicos, haciendo las mismas preguntas en busca narrar una tragedia. “En ese momento el crimen organizado diversificaba sus delitos para construir el marco de crimen que tenemos ahora: redes de coyotaje dominadas, redes complejas de trata para explotación sexual, de secuestros masivos. Supe que era un tema con una complejidad que implicaba permanencia y desde ahí no dejé de intentar construirla hasta que junto con el periódico El Faro creamos un proyecto para dedicarnos sólo a ese tema”.
Con más de trece años cubriendo violencia, el actual editor de El Faro afirma que en México presenció “la crisis humanitaria más brutal que haya visto en cualquier momento, una crisis que tenía características muy concretas: era ignorada por el Estado, era sistemática, no ocurría una vez, sino de forma continua, en los mismos sitios, con los mismos actores, de la misma forma. Era un escándalo que le ocurría a cientos de miles de personas en México, pero de eso no se hablaba, parecía no importar. Las denuncias no llegaban, siguen sin llegar, porque los migrantes consideran, con justa razón, que las autoridades mexicanas son sus enemigos y así se han comportado durante décadas. La cantidad de delitos que ocurrían en México, y siguen ocurriendo, es enorme”.
Al cabo de tres años viajando por territorio mexicano, Martínez publicó el libro Los migrantes que no importan, en 2011. Diez años después sus crónicas han sido reeditadas e incluyen materiales recientes sobre centroamericanos que llegaron a México para pedir refugio. En el prólogo a la nueva edición, el autor afirma que el problema del libro es que sigue vigente. “Han cambiado algunas cosas”, comenta, “la policía judicial que operaba los secuestros en Ixtepec, Oaxaca, ya no existe, ahora existe la Guardia Nacional. El Instituto Nacional de Migración tiene más gente y el cartel de los Zetas que dominaba en el sur, en la zona de Tabasco, no ha desaparecido del todo, pero ha amainado ese control y han llegado otros como el Cartel Jalisco Nueva Generación. El esquema sigue ahí, la migración obligada por los montes a la que este gobierno con su muro humano del sur ha condenado a los migrantes, es el mismo peregrinar. Esa crisis humanitaria que presencié, sigue ocurriendo todos los días en el México actual”.
Para comprender el problema hay que ir a sus raíces. “Centroamérica ha tenido un proceso de construcción de democracias débiles, nefastas, democracias que hacen aguas por todos lados”, dice Martínez. “La guerra civil en El Salvador terminó en el 92. Estados Unidos tuvo una injerencia enorme, financió al ejército asesino de El Salvador, el que cometió la masacre del Mozote en 1981, a militares que participaron en el asesinato de Monseñor Romero en el 80, al ejército que participó en los asesinatos de los sacerdotes jesuitas en el 89. Llegó a financiar cerca de un millón de dólares al día porque temían que aquí se dirimiera la cola de la Guerra Fría y que el comunismo subiera en América, desde Nicaragua al Salvador y se expandiera. Tras esas guerras cruentas dejaron a una población dividida, una estructura social desenhebrada, no hubo un proceso de reconciliación real. Son sociedades que nunca pudieron conjurar bien en ese proceso hacia cualquier salud democrática, nunca olvidaron ese pasado de violencia y así empezó una construcción de democracias débiles con mucha pobreza, desigualdad, con una estructura política corrupta y eso fue generando sociedades más y más violentas. A finales de los 80, Estados Unidos deportó a 4 mil pandilleros, principalmente de la Mara Salvatrucha, al norte de Centroamérica, a sociedades destruidas por guerras que ellos promovieron y financiaron. Esos pandilleros ahora son 64 mil. El Estado sumiso, corrupto, preocupado por robar, no prestó atención a un fenómeno que se hubiera podido atajar, se les fue de las manos porque esos pandilleros funcionaron como una especie de reclutadores en el paraíso de los niños perdidos. La guerra ahí ha dejado en orfandad a cientos de miles de niños y eso generó que estos ejércitos pandilleros crecieran y se convirtieran en un motor de la migración en Centroamérica. Mucha gente vive bajo el gobierno de las pandillas, en una especie de paraestados, en pedazos de un país que no pueden cruzar porque hay colonias dominadas por otras pandillas. Yo hice el viaje al revés, primero con los migrantes, entender cómo huían y luego volví al Salvador para entender de qué huían y huían de situaciones terroríficas, de democracias inexistentes, de vidas restringidas por la violencia”.
El paso de quienes van en busca de una vida mejor al otro lado de la frontera ha cambiado. Si antes los coyotes dominaban el terreno, “ahora habitan un mundo donde ya no mandan, obedecen o pagan las consecuencias”, afirma Martínez en su libro. El crimen organizado tiene el control, pero ¿qué le pueden sacar los narcotraficantes a los pobres migrantes? “El crimen organizado mexicano comprendió que los migrantes tenían sentido por las características sociales de población por las que transitaban, un grupo al que el Estado mexicano prestaba poco interés, un grupo que no denunciaba porque comprendía que el Estado mexicano era enemigo. Entendieron, sobre todo los Zetas, que cometer un delito financiero como el secuestro sólo tiene sentido si lo haces de forma masiva. Cada migrante puede dejar 500 o hasta 3 mil dólares, entonces secuestrar en una sola tanda a 25, 30, 40 representaba una cuota significativa. También descubrieron que lo podían hacer de una forma que implicaba poca organización, los secuestraban en las vías del tren, lo hacían a la luz del día, con hombres armados que los encerraban en casas a pocos metros de las vías del tren y la policía municipal. Es decir, no se necesitaba un operativo complejo. Al darse cuenta de que podían secuestrar hasta 2 mil personas en un mes, encerrar, como sucedió en Tenosique, a 200 personas en una casa, entonces el negocio adquirió pleno sentido”.
Este año, a finales de agosto, el Tribunal Supremo de Estados Unidos pidió al gobierno de Joe Biden reactivar el programa ‘Quédate en México’, implantado por Donald Trump, que obliga a solicitantes de asilo a esperar respuesta en las ciudades fronterizas mexicanas. Entretanto, el flujo de migrantes llegaba a sus máximas cifras y, en paralelo, se discutía una agenda para definir un plan en Centroamérica, ¿qué hace falta para trazar una política consistente? “Hay ciertas cosas que han probado no funcionar. En la política internacional hay elementos que Estados Unidos nunca ha permitido negociar con el sur: la política de seguridad y la política migratoria. Cuando creen que empezamos a olvidarnos de lo que nos exigen en el tema del narcotráfico y el crimen organizado, intervienen con mano fuerte. En este esquema de imponerse al sur, han logrado que México negocie como lo hizo con Trump: ‘Te pongo un arancel del 5% o construimos un muro humano en el sur’. México dice: ‘No, prefiero ayudarte’. Honduras creó un plan para detener a gente dentro de Guatemala; Honduras sacó a sus antimotines; El Salvador creó una patrulla fronteriza. Estados Unidos siempre ha logrado que el sur discuta solo, que el sur detenga al sur. No negocia con el sur como bloque, sino por separado, lo cual nos hace una región débil. Pero esa fórmula ha fracasado. No porque México haya sido genuflexo Estados Unidos va a dejar de construir el muro en su frontera o va a proponer una reforma migratoria por la que México lleva décadas suplicando. El sur debe darse cuenta de que la fórmula impuesta por Estados Unidos no funciona. Entonces no tengo la respuesta, pero pienso que seguir haciendo esto sería de idiotas”.
Entre los escenarios viables, Martínez plantea la creación de programas de trabajo o que las visas de refugio se conviertan en un proceso más expedito, una posibilidad real para la gente que tiene huir de Centroamérica. “Si Estados Unidos creara una bolsa de trabajo para mexicanos y centroamericanos —al final los necesita para activar su economía— generaría más contención que cualquier muro de militares en la frontera. Por ejemplo, está el TPS (Estatus de Protección Temporal), una especie de amnistía migratoria que Estados Unidos otorga a países que han sufrido una catástrofe. Los tepesianos son ciudadanos ideales, no pueden cometer una fellony, como dicen, porque les quitan el TPS. Hay gente que nunca intentaría violar las normas a pesar de todo lo que eso conlleva. Son programas que generan a una ciudadanía consciente de que no quiere perder un privilegio. Eso sería un disuasivo enorme para la migración, aunque son programas para un sector mínimo de la población. Si lo hicieran de manera más extensa y articulada, funcionaría. Cuando el gobierno de López Obrador ofreció visas humanitarias expeditas, cientos de los que conformaron esa caravana terminaron recluidos en la estación Siglo XXI, engañados, se encerraron por meses ahí. Es decir, cuando escucharon que había una oferta de pedir asilo por la vía formal y les prometieron un proceso que no iba a durar meses, como lo están padeciendo los haitianos en esa cárcel que ahora se llama Tapachula, dijeron sí queremos esto y eso disuadió a muchos de migrar en forma indocumentada. Si generas oportunidades en lugar de murallas, mucha gente no optaría por la vía clandestina, se saldría de ese flujo desesperado para integrarse a un procedimiento propuesto”.
Hace unas semanas, en una reunión del Canciller Marcelo Ebrard y Kamala Harris se tocó el tema de la necesidad de generar empleos. ¿Hay un avance ahí? “No hemos visto más señales concretas de que eso vaya a concretarse más allá de la demagogia. En cambio, sí, muchas señales de que es posible que lo prometido se revierta. A qué señales me refiero: Cuando en sus últimos días en la presidencia, Peña Nieto se desentendió de las caravanas y le dejó la crisis a López Obrador, lo que hizo fue abrir el puente que divide a Tecún Umán, de Ciudad Hidalgo, a Guatemala de Mérida. Permitió que la gente pasara y prometió visas humanitarias exprés para poder transitar dentro de México. Todo eso se vino abajo. Pocos estados más represivos que México contra los migrantes. Lo hemos visto hace unas semanas, agentes de migración pateando en la cabeza a gente tumbada en el suelo o tirando por un desnivel a migrantes que iban cargando a sus bebés. No hay ninguna señal concreta de que esas promesas estén cada vez más amarradas. Por otro lado, en México vi unas de las muestras más solidarias que he visto en mi vida. La lucha de los albergues como La 72, Hermanos en el camino, Las patronas, en Veracruz, la red dirigida por la hermana Leticia Gutiérrez, de albergues en situaciones terribles. En contraste, una ciudadanía que ve a los migrantes como mercancía, como estorbo. Me parece normal, porque si tienes un Estado que en todos sus niveles construye la retórica de que los migrantes son delincuentes a los que hay que perseguir y lo repite una y otra vez en hechos concretos, termina calando en el imaginario de la ciudadanía.
El ejercicio del periodismo en una región tan complicada ha traído consecuencias para Martínez y otros periodistas de El Faro, desde amenazas de muerte, hasta la necesidad de seguridad privada. De México tuvieron que huir cuando los Zetas detectaron su presencia. “En un sentido más personal”, comenta, “también tiene consecuencias. Me he vuelto más pesimista, quizá más malhumorado, pero esto es mínimo frente al privilegio de ver el mundo en primera fila, como decía Alma Guillermoprieto, aunque el espectáculo sea nefasto. La posibilidad de comprender ese mundo y entender más las vidas de las personas que lo padecen, es un privilegio que agradezco”.
Distinguido con el Premio Maria Moors Cabot de periodismo 2016 que otorga la Universidad de Columbia, Óscar Martínez trabaja en su próxima historia, “contar cómo se desmantela la democracia en El Salvador, cómo un autoritario, autócrata, aspirante a dictador, destruye esa enclenque democracia que nos costó tanta sangre durante la guerra civil”. Sobre la reedición de Los migrantes que no importan, celebra que se haya integrado a la narrativa de cómo es migrar por México. “Voy a seguir cubriendo las fronteras”, asegura, “a tomarme al menos un año para hacer el nuevo mapa de la migración, de las autoridades corruptas, de los nuevos cárteles que participan, las nuevas rutas, la situación de los albergues. Creo que dentro de poco voy a volver a caminar México con los migrantes”.
AQ