Existe un atlas, la literatura, donde todos los territorios son mi tierra. Puedo adentrarme en ellos al leer, con el caminar de los ojos y la imaginación. Estos viajes sin límites son posibles gracias al oficio de la traducción, un fabuloso hallazgo humano que alguien —cuyo nombre no recordamos— inventó en tiempos remotos, en el érase una vez de los cuentos. Como escribió José Saramago, los escritores hacen las literaturas nacionales, mientras los traductores construyen la literatura universal. A quienes me han regalado la patria de su idioma, a quienes aceptan ser yo para que yo sea otra, mi familia de Babel, quiero expresarles mi gratitud infinita. Ahora mismo mis palabras se desdoblan en una traducción. El mismo río con distinta agua. Idéntica partitura, con diferente instrumento. Este discurso resuena en dimensiones paralelas que nos permiten estar juntos, las ideas cambian de piel para seguir palpitando: es el arte de unir universos, una tarea de bastidores y penumbras.
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Les pido que agucen el oído y escuchen, aunque sonó hace siglos, la percusión rítmica de cascos de caballos. Los jinetes son hombres sabios: astrónomos, físicos, matemáticos, filósofos. Acuden desde toda Europa, por tierra y mar. De sus ropas polvorientas brota un hedor desagradable a sudor de senderos, bosques, posadas, establos y puertos: la fetidez acompaña al trotamundos de la baja Edad Media. Estos individuos malolientes y hambrientos de saber viajan a la ciudad de Toledo, en Castilla, encrucijada de oriente y occidente, el lugar donde se conservan y traducen cuidadosamente los rescoldos de la sabiduría clásica y bizantina, enriquecida por el conocimiento científico y literario hindú, reinterpretado por la cultura islámica y traído a la península Ibérica por la dinastía Omeya. En ese territorio de frontera se condensa una larga historia mediterránea de esplendores. ¿Qué persiguen nuestros hediondos personajes? Han cruzado el continente en busca de traducciones que copiarán y enviarán, en baúles o alforjas, dando tumbos, a las universidades, monasterios y estudios de Montpellier, de Marsella, de París, de Bolonia, de Pisa, de Oxford, de Praga, de Viena, de Heidelberg.
En Toledo, territorio fronterizo, había nacido una fabulosa escuela de traductores, cuya onda expansiva llegaría a Salamanca, Sevilla o Tarazona, donde brotaron escuelas, centros de traducción, bibliotecas, espacios de conocimiento y saber compartido. Pocas veces recordamos hoy que el Pachatantra hindú o las obras de Aristóteles perdidas en occidente llegaron a Europa por estas rutas. Fueron traducidas del árabe al castellano, en fechas tan tempranas como el año 1080, y de ahí, siglos después, desde el latín, al alemán o al inglés. Los pensadores europeos de los siglos XI, XII y XIII bebieron de esas fuentes a través del manantial de La divina comedia, de Dante y la Summa Theologica, de Santo Tomás, influidos ambos, profundamente, por Ibn Arabi de Murcia o por Averroes de Córdoba.
Al principio, mientras gobernaron reyes lo suficientemente inteligentes y tolerantes, las bibliotecas fueron protegidas, y las diferentes comunidades de estudiosos judíos, musulmanes, cristianos mozárabes y cristianos romanos pudieron trabajar juntos. Aquellos sabios traductores fueron gentes tenaces y mestizas. Inventaron el vocabulario con el que explicar las nuevas ideas. Nuestra deuda con sus búsquedas y afanes es inmensa: algunos clásicos han llegado a nosotros solo como traducciones. Ciertas obras indispensables para entender Europa sobrevivieron al naufragio del tiempo porque cuidaron de ellas en tierras extrañas y culturas ajenas. En palabras de Walter Benjamin, la traducción se alumbra en la eterna supervivencia de las obras y en el infinito renacer de las lenguas.
Cervantes les hizo un homenaje sutil. El Quijote se presenta como la traducción de una crónica escrita por un imaginario sabio musulmán llamado Cide Hamete Benengeli. En un momento trepidante de las andanzas del caballero, el manuscrito se interrumpe de pronto y Cervantes, el narrador, busca desesperadamente otro ejemplar para averiguar el desenlace. El lugar donde recuperaremos el hilo de la historia es, por supuesto, Toledo. En un mercado de la ciudad aparece un misterioso cartapacio escrito en caracteres arábigos. Un morisco que pasaba por ahí descubre en esos papeles las aventuras de don Quijote, y recibe el encargo de traducirlos. Cuando la versión en castellano está lista, ya podemos sumergirnos de nuevo en la lectura. Me fascina que este clásico se disfrace de traducción. Un juego, sí, pero también un reconocimiento a esa trenza de culturas, idiomas y filosofías que una vez fuimos.
Tras dos o tres siglos de frágil tregua, el mestizaje dio un vuelco triste hacia la obsesión por la pureza de sangre y las expulsiones, que padecerán los judíos sefardíes y los moriscos. Aun así, desde sus orígenes, la literatura española, como el propio don Quijote, desciende de La Mancha —la tinta manchada del mestizaje y la mezcla, también de sus distintas lenguas y acentos—. El género mestizo por excelencia, la novela, alcanzó su forma moderna en España. La novela picaresca, nuestra peculiar aportación, está poblada por personajes marginales, impuros e impúdicos. Desde la Celestina, escrita probablemente por un judío, hasta el hambriento y despreciado Lazarillo o los viajes por los bajos fondos europeos de La lozana andaluza. Fruto de otras amalgamas y heridas, nacerán el inca Garcilaso de la Vega, la cubano-española Gertrudis Gómez de Avellaneda, que escribió la primera novela antiesclavista de la historia, los romances bastardos de Lorca y el corazón gitano y negro del flamenco.
La historia de la literatura está también plagada de exilios, otra forma de vida fronteriza. Los escritores despojados de sus lectores, prohibidos en su patria, dependen de las traducciones para recuperar ese país irrenunciable que son los lectores. Mis padres me hablaron a menudo de las trastiendas de las librerías durante la dictadura, donde, con riesgo y espíritu aventurero, acudían a comprar libros prohibidos en ediciones llegadas del extranjero. De nuevo, lo propio se salvó fuera. Una de esas autoras proscritas, la filósofa María Zambrano, escribió que el pensamiento nace del acto de preguntar, cuando una idea quiebra los moldes que la contienen. Por eso traducir es una tarea filosófica, henchida de preguntas, desgarro y renacer. O, como afirmaba Goethe en el Diván, “la aproximación desde lo extraño a lo propio y familiar, el acercamiento entre lo conocido y lo desconocido”.
Ahora mismo, pronuncia el mismo discurso con palabras amorosamente enhebradas una voz que no es mi voz, retirada en la intimidad de su cabina, a veces titubeante, ¿la escuchan? Mientras rugen los discursos que nos dividen, celebremos a quienes sigilosamente, en la leal penumbra, reconstruyen, con los sillares de la complejidad, desde la edición y la traducción, imaginarios de esperanza compartida. Frankfurt es, precisamente, capital y encrucijada de traducciones. Aquí la literatura y las ideas vienen en busca de otra piel, de renacimientos sin fin. Al traducir, partimos de la diferencia para reivindicar la cercanía. Afirmamos que es preciso usar la imaginación para ser fieles. Sabemos, como Goethe, que los idiomas extranjeros se buscan, se necesitan, se intercambian regalos y metáforas. Como María Zambrano, nos exiliamos al país interminable de las páginas para explorar las preguntas más audaces. Como Cervantes, esperamos que, en la algarabía de un mercado, un desconocido bilingüe haga continuar el relato. Somos los descendientes —duchados y perfumados— de aquellos viajeros ávidos de conocimiento que cabalgaban hace siglos rumbo a Toledo, en busca de las rutas misteriosas y mestizas de los libros.
Discurso inaugural de la Feria del Libro de Fráncfort 2022, leído por su autora el pasado 16 de octubre.
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