Vidas de sangre. Mujeres en la narrativa mexicana del crimen (UACM/ Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2022), de la mexicanista francesa Cathy Fourez, es un ensayo que, como las obras literarias que se analizan en él, deja una honda huella; no se sale impune de su lectura, como tampoco de la literatura a la que refiere y cuya lectura nos estruja porque nos revela la realidad del país en que vivimos. Es gran virtud de un libro, pero en particular de la crítica literaria, que logre afectar nuestra experiencia y nuestra percepción, y Vidas de sangre lo hace sobre una intolerable realidad donde las mujeres son asesinadas por pertenecer a ese género sin que haya consecuencias, en el contexto de un país donde la violencia en todas sus formas ha escalado a límites inimaginables. Es un libro de fuerte actualidad, que toca y nos toca en heridas abiertas.
Este libro es una obra necesaria que invita a enfrentar y participar en lo que sucede en nuestro entorno social. Cathy Fourez demuestra que la literatura no es un ejercicio frívolo, un divertimento o un pasatiempo, sino que reelabora nuestra relación con el mundo, la historia, la sociedad de la que formamos parte, y en esta reelaboración pretende afectar e involucrar al lector. La práctica que conlleva la lectura, como la de la crítica, que no es finalmente sino una lectura argumentada, no es una actividad decodificadora sino, como nos enseñó la teoría de la recepción, resultado del encuentro de dos mundos, el del texto y el del lector. Este interviene con su propia experiencia de vida y de lectura y refigura los signos del texto. La lectura de Cathy de un conjunto de relatos del crimen y nuestra lectura de la obra de Cathy Fourez, Vidas de sangre, reduplican la necesidad de encarar y reflexionar sobre las formas de la violencia en nuestro entorno social.
Una lectura no será nunca ni socialmente arbitraria ni carente de subjetividad. Vidas de sangre no elude, al contrario, desea hacer visible su lugar de enunciación, la inmersión y participación del sujeto que lee (su compenetración, su compromiso, su perspectiva, su valoración) en las obras analizadas y sus mundos narrados. La de Cathy Fourez es una lectura subjetiva aun cuando no impresionista, en buena medida porque en ella se acumulan las múltiples lecturas teóricas sobre la historia y las formas de la narración detectivesca (a las que dedica un largo primer capítulo), las teorías feministas, y otras que incluyen datos duros sobre la sociedad del crimen y el narcotráfico en las dos primeras décadas del siglo XXI en México (con el crecimiento exponencial de las acciones criminales), sin desdeñar por supuesto el amplio bagaje literario que pone a dialogar en su lectura de las mujeres en la narrativa mexicana del crimen.
De hecho, no es solamente que no esconda su lugar (ideológico, valorativo) de enunciación, sino que devela los distintos lugares de enunciación (las formas diversas de subjetividad) en las obras de los autores masculinos que analiza, las novelas La noche oculta (1990) e Infecciosa (2010) de Sergio González Rodríguez, y las crónicas de Alejandro Almazán en Chicas Kaláshnikov (2013). Dos autores cuya participación y presencia en las historias que elaboran, ficcionales las de González Rodríguez, y periodísticas las de Almazán, son de un orden muy diferente entre ellas, y quizá habría que preguntarse de qué forma la elección de un género ficcional o uno no ficcional, con sus diferentes pactos de lectura y de relación entre autor y enunciador, supone un modo de situarse frente a los hechos narrados y la elaboración de personajes.
La ficción le permite a González Rodríguez dialogar de modo más complejo con voces diferentes acerca del machismo dominante o los feminicidios y sobre todo que no identifiquemos alguna de esas voces (la del narrador, por ejemplo, o la de algunos personajes) con el autor de la obra. La crónica periodística, aun cuando se enuncia como género documental, y por lo mismo como no ficción, no oculta la presencia del autor de la narración; así, Alejandro Almazán, en Chicas Kaláshnikov, se narra a sí mismo en la escena de varios encuentros-entrevistas con tres mujeres sicario, donde, dice Cathy Fourez, “por muy periodista profesional que sea […], se comporta como un hombre viril cuyas palabras delatan cierto sexismo. Su mirada de hombre mexicano no consigue apartarse de los tópicos a propósito de lo femenino”. Y en efecto, Almazán narrador dice: “La mujer era tan guapa que inspiraba pensamientos indebidos. Tal vez era cierta su leyenda: los hombres nacieron para adorarla”. Estas formas de la subjetividad, la de Cathy en su ensayo y la de los autores y sujetos de la enunciación en cada uno de los relatos de crimen que se analizan, son sin duda hilos importantes que evidencian no solo lo ambiguo y complejo del abordaje de la violencia y los feminicidios sino la necesidad de tomar partido, de participar.
Vidas de sangre tiene como objetivo el análisis, sobre todo desde el punto de vista de la estructura del contenido y centrado en la configuración de los personajes femeninos, de un conjunto de relatos del crimen que aparecieron en México en gran parte entre 2010 y 2016 (salvo La noche oculta, de 1990). La autora busca perfilar las dimensiones plurales de la violencia que vive México particularmente en lo que llevamos de este siglo XXI y cómo esta violencia creciente y brutal impacta en las mujeres mexicanas. Es por ello que elige un corpus variado de obras y también de géneros: novelas, cuentos, crónica periodística, con la intención de abrir lo más posible el cuerpo de la violencia social y diseccionar con cuidado las múltiples formas de las patologías. Aun cuando el análisis, extraordinariamente minucioso, se centra en las mujeres narradas (víctimas de feminicidios, “buchonas”, sicarias, prostitutas), la lectura desde las teorías de género permite entrabar estas violencias con estructuras patriarcales de profunda pervivencia, introyectadas y reproducidas también por las mismas mujeres, pero también muestra cómo se imbrican con las formas de violencia social (particularmente, pero no solo, criminal) de las últimas dos décadas. Es así como el examen patológico parte de las mujeres pero abarca el cuerpo todo de lo social, un cuerpo enfermo, con su componente de historia política del país. En relación con las mujeres representadas, me parece que Cathy Fourez quiere probar que todas son en último caso víctimas, pues las que se convierten en victimarias (sicarias) no logran zafarse de la reproducción de papeles y valores masculinos introyectados.
Los relatos que se analizan son en su mayoría ficcionales: las novelas La noche oculta e Infecciosa (de Sergio González Rodríguez), centradas en los feminicidios; Perra brava (de Orfa Alarcón), enfocada en el poder de las mujeres dentro de los cárteles, y tres cuentos del libro colectivo El silencio de los cuerpos. Relatos sobre feminicidios, de 2015 (“Sin nombre” de Cristina Rivera Garza, “Estación Cora” de Ana Ivonne Reyes Chiquete y “Consuelo de tontos” de Iris García Cuevas). Estos relatos elaboran historias que se orientan en un cotidiano donde las mujeres viven en una permanente amenaza de muerte, lo que genera una atmósfera tensa en todos los relatos. La violencia (la muerte brutal) puede no ser explícita, de hecho no se “ve”, pero está ahí, y en “Estación Cora” es el siguiente acontecimiento que ya no se “cuenta”. Además de las ficciones, se incluye la crónica ya mencionada, Chicas Kaláshnikov, donde el objeto de representación son las mujeres sicarias y ya no las víctimas.
La conclusión que desprende la autora de los relatos del corpus que elabora y decide analizar es, por un lado, la “continuidad de la ‘mujer-objeto’, de la mujer puesta a disposición, de la ley del hombre sobre su cuerpo, de la mujer que nunca goza del mismo poder que el hombre, que nunca ejerce el poder supremo incluso cuando disfruta de cierta autoridad, siempre relativa o útil para los asuntos de relevancia masculina” (p. 287). En los retratos persiste la mujer objeto, la imposibilidad de emerger como sujeto; aun cuando se trate de mujeres con poder dentro de los cárteles (como sucede en Perra brava o en Chicas Kaláshnikov) ese poder está en íntima relación con el cuerpo físico, pues están “esculpidas a tono con las necesidades de la dominación masculina imperante” (p. 288) y, como las otras mujeres, “solo escapan de la dominación masculina de manera transitoria” (p. 289).
Por otro, en las novelas de Sergio González Rodríguez y los cuentos de Cristina Rivera Garza, Ana Ivonne Reyes Chiquete e Iris García Cuevas, donde se narran sobre todo las muertes inhumanas, los feminicidios, las escrituras devienen exhumaciones del anonimato y el olvido de múltiples cuerpos a menudo no registrados siquiera por el sistema policial y judicial; la escritura revierte la “imposible reconstrucción del relato ausente, el del criminal y su crimen” (p. 293), de ahí el alto valor de estos relatos como memoria del olvido o simplemente de aquello que no tiene testigo. El valor de la imaginación ficcional es invaluable, supone imprimir una huella para aquello que se quiere borrar, ocultar, enterrar, pero al decodificar la violencia feminicida, se exhibe que la impunidad es aterradora, que los “culpables” son muchos y actúan a distintos niveles, no es solo el criminal sino una compleja espiral de vacío que se teje alrededor mediante el acceso difícil a la justicia para los familiares, la catastrófica gestión penal, la desidia en las investigaciones, la corrupción, la deficiente capacitación de los servidores públicos sobre violencia de género. “Solamente una contra-investigación realizada por las víctimas, sus prójimos, activistas, periodistas, trabajadores sociales, universitarios, y sostenida en los relatos de nuestro corpus por escrituras introspectivas, seudo-testimoniales y documentales se libra de este inmovilismo asesino; quizás para pensar en su engranaje y sus repercusiones en el conjunto de la sociedad mexicana, y contrabalancear las relaciones desiguales entre hombres y mujeres; quizá para impedir un total desamparo” (p. 294). Es decir, que las narraciones sobre la violencia que se ejerce sobre las mujeres por razón de género forman parte de estas contra-investigaciones necesarias ante el vacío legal que oculta también la dimensión social de esta violencia. Al mismo tiempo, ofrecerían ángulos diferentes de la problemática, aspectos difíciles de ver aparecer en los estudios sociológicos por ejemplo (y de ahí la pregunta de qué “dice” la literatura que no se “dice” de otra forma), en la medida en que muestran la cotidianidad de las mujeres en el mundo del crimen y en general en lo cotidiano violento de México, y en la medida en que eligen contar desde la perspectiva de la víctima y en general de las mujeres (de su experiencia y su percepción). Desde los relatos que enfocan en las víctimas de los feminicidios, hasta aquellos que eligen contar cómo las mujeres se convierten en victimarias, en todos es posible adentrarse en las complejidades, ambigüedades y contradicciones de las relaciones de género, sostenidas por una sociedad y una cultura que sigue dividiendo los papeles de manera brutal y continúa infantilizando o precarizando el lugar de las mujeres.
El libro de Cathy Fourez abre un vasto panorama que sin duda puede y debe ser ampliado, y lo hace desde el lugar atípico de la crítica literaria, donde exhibe una alta capacidad para “ver”, más allá de la anécdota narrada, los signos que remiten al complejo entramado social. Esta capacidad parte del conocimiento de cómo funciona la forma artística, y cómo ella vehicula los significados. La lectura, una buena lectura, abre la obra, es un ejercicio de relación, que Cathy Fourez practica con gran maestría y mediante un lenguaje, un discurso, sumamente rico y vasto.
AQ