Pablo Brescia
—Papeles, por favor, —pidió el guardia.
La mujer fingió no haber escuchado, y preguntó:
—¿Qué?
Recostado junto a la puerta, él no prestaba atención.
—Necesito ver sus papeles.
Ella, con la mirada baja, alzó un grado su voz.
—No entiendo—dijo, luego de pensar un poco.
—No hay nada que entender. Papeles, por favor. —repitió el hombre.
La mujer dejó de mirar al piso.
—Usted no tiene derecho a pedirme nada. Nadie tiene derecho a pedirme nada.
El guardia se encogió de hombros.
—Puede que sea así. No es nada personal. Mi función es pedir y revisar los papeles.
La mujer creyó ver una esperanza que asomaba por la puerta entreabierta.
—Entonces, ¿no soy la única a quien se le pide papeles?
—No. Todo el que pase por aquí debe mostrarlos.
La mujer comenzó a tramar algo.
—¿O sea que cualquiera que pase por aquí tiene que tenerlos?
—Así es.
—Entonces, ¿dónde están sus papeles? —atacó ella, acentuando el sus y acercándose hacia el hombre, como si lo amenazara.
—¡Aléjese de la puerta! —gritó él, irguiéndose.
Ella se paralizó y volvió a su posición inicial.
—No contestó mi pregunta —le advirtió a su contrincante.
Mirándola sin mirar, el custodio le dijo:
—Siempre he estado aquí.
La mujer pasó del ánimo triunfal a la decepción al escuchar esa frase.
—¿Qué quiere decir?
—Siempre he estado aquí.
La visitante no iba a dejar la lucha tan fácilmente.
—¿Cómo que siempre ha estado aquí? Ningún ser humano ha estado siempre en un solo lugar.
—Yo sí —dijo el centinela. Y se encogió de hombros otra vez.
—Mire—continuó la mujer—, aun si usted hubiera nacido aquí y se hubiera criado frente a esta puerta, en algún momento usted no estuvo aquí. Es decir, usted llegó aquí de otro lado. Y si todos los que pasan por este sitio necesitan papeles, usted o sus padres o alguien de su familia o alguien encargado de su destino tuvo que mostrárselos a alguien. Y yo quiero verlos.
La cara del hombre se ensombreció. Afirmó más sus pies, abrió sus piernas y empuñó su fusil verticalmente, colocándolo en el mismo centro de la abertura que había creado.
—Yo no entrego papeles. Recibo papeles. Y doy el paso o no. Eso es todo.
La rabia volvió a la viajera.
—¿No estamos en un territorio libre acaso? ¿No podemos circular por él de la manera que se nos plazca? Yo no he hecho ningún mal, no he cometido ningún delito, no hay ninguna acusación en mi contra. Nadie me ha pedido ninguna identificación en mi camino hacia aquí, ¿por qué debería yo identificarme ante usted? ¿Con qué autoridad me pide los dichosos papeles?
—Yo no le he pedido su identificación. Le he pedido sus papeles —aclaró él.
La mujer entendió que su estrategia no estaba dando resultado. El oficial parecía imperturbable, inconmovible. Decidió entonces probar otra cosa.
—He viajado durante dieciocho meses. Me he quedado sin comida, sin agua, casi sin ropa. Una mañana clara aparecieron dos hombres. Ya casi no recuerdo sus caras. Me mostraron unos documentos, me ordenaron que los firmara, me dijeron que debía acompañarlos. Protesté, les pregunté qué iba a pasar con mis hijos, con mi trabajo, con mi jardín. “Todo ha sido debidamente arreglado”, anunciaron. No volví a ver a mis hijos, nunca regresé a mi casa. Siempre creí en el destino, pero nunca supe cuál era el mío. Creo que por eso estoy aquí. Yo les preguntaba y ellos no decían nada. Me dejaron varada en el medio del camino. Desde el principio, supe que era un lugar extraño, como si fuera el paisaje de un sueño. Un páramo hecho de un cielo rojo, nubes grises…
—Papeles, por favor —interrumpió el guardia.
La mujer esperaba ese intervalo. Lo aprovechó para tomar un poco de aire.
—Al principio pensé que había sido capturada y transportada a otro planeta. Cuando vi a los que vagaban como yo, caí en la cuenta de que no era así. En vano intenté hacerles una pregunta o pedirles ayuda. Deambulaban como zombies, como si su brújula interior tuviera un desperfecto que sólo un mecánico de objetos raros podría reparar. Así, exactamente así, me sentía yo. ¿Usted comprende la felicidad que significa saber dónde pararse, qué decir? ¿Alcanza a darse cuenta de la dimensión de su fortuna, de poder estar allí, custodiando la puerta, sabiendo qué hacer? Esta es la primera vez en casi dos años que hablo con otro ser humano. Esta es la primera puerta a la que llego. Detrás de ella hay algo que me está esperando. Por eso necesito entrar.
—Usted está cometiendo un error elemental —dijo el custodio.
La narradora contuvo el aliento y trató de no hacer visible su satisfacción.
—¿Error? ¿Qué error puede haber en la historia que le he relatado?
—No podemos dar más información que la absolutamente imprescindible —explicó él, en un tono que denotaba arrepentimiento.
—Usted quiere mis papeles; yo no tengo ningún papel. Esta es la situación en la que estamos. Pero le pido su ayuda: tal vez si usted me aclara el error del que habla podamos llegar al fondo de todo esto.
—Mi función es pedir papeles y autorizar el paso. No es nada personal.
La mujer disimuló lo mejor su frustración. Había logrado un avance y ahora todo se echaba a perder. Esta última táctica estaba a punto de desbarrancar.
—Está bien. Entiendo. Usted se niega a explicar el error que cometí. Tal vez no haya error alguno y lo que quiere es que me vaya y no le siga contando mi historia.
Los ojos del guardia se rieron.
—Es un error elemental, tan elemental… —dijo, meneando la cabeza.
La mujer dejó que él siguiera repitiendo esa frase mientras buscaba otra manera de lograr su cometido.
—Hace unas horas, después de vagar por caminos que no llevan a ninguna parte, los dos hombres volvieron. Aparecieron lejos de donde yo estaba; las ráfagas de viento no me permitían divisarlos bien. Traté de acercarme, pero no tenía fuerzas. Súbitamente, todo se detuvo y se aclaró. Estaban quietos y a su lado había dos siluetas. Corrí hacia ellas, pero tropecé a los pocos metros. Los hombres tomaron a las siluetas de las manos y comenzaron a alejarse de mí. Grité, grité mucho. Pero no hubo caso. Entonces emprendí la dirección que ellos habían tomado. ¿Es ese mi error? ¿Haberlos seguido? ¿Abrigar la última esperanza que me queda? Contésteme. ¡Contésteme, le digo!
El custodio miraba sin ver.
—Necesito entrar, dijo ella.
—No puede entrar —enfatizó él.
—¿Por qué? ¿Por qué?
El guardia ya no dijo nada porque no había nada para decir.
Ella, casi sin sentirlo, se dio cuenta.
—El error lo ha cometido usted —anunció, con una mezcla de lástima y desprecio.
Luego le dio un suave empujón al centinela, apartándolo del comienzo de su felicidad.
—Espero que comprenda, —agregó la mujer — no es nada personal.
Antes de trasponer el umbral, respiró hondamente, como aguardando algo más. Entró y cerró la puerta para siempre.
Nunca supo por qué empezó a correr o cuánto tiempo lo hizo. Finalmente, algo cansada, se detuvo.
A diez pasos de ella, mirando sin mirar, el guardia custodia la puerta.
—Papeles, por favor, le oye decir.
ÁSS