De modo, mi querido niño,
que todo va bien. ¿No es cierto?
Rudyard Kipling, El principio de los armadillos
Nunca me gustó pasar el verano con mi tía en Estados Unidos. Aquello no era parecido al lugar que la televisión hacía creer: ciudades gigantescas de altos edificios, calles repletas de luces, taxis y mujeres güeras y hermosas.
La hermana de mi madre vivía a dos horas de Chicago, en un pueblo de unos cinco mil habitantes. Yo me aburría. Ella se la pasaba en el trabajo y mi único primo buscaba pretextos para no hacer nada juntos.
Cada verano le decía a mi madre que me dejara ir al Harmon Hall en Anzures, cerca de nuestra casa. Jamás logré convencerla.
—No hay nada mejor que escuchar el inglés de los mismos gringos —respondía.
Nunca iba a aprender más que unas cuantas palabras y muchas obscenidades. Había más hispanos que americanos. Optaba por quedarme en casa, leer mis libros en español o entretenerme con los programas de concursos en el canal latino.
En ocasiones, mi tía le ordenaba a su hijo que me llevara a dar la vuelta por la calle principal, comer un helado y escuchar, o más bien, descifrar las conversaciones en espanglish con sus amigos. Nunca los culpé, no me importaba si no querían llevarse conmigo. Yo era más chico que ellos. De quince o 16 años, hablaban de sexo y porno, y me aislaban. Según ellos, yo era pequeño para escuchar esas pláticas.
En una de esas vacaciones, casi al final del verano, conocí a Darrin. Una tarde fui con mi primo y otros dos gringos a casa de uno de ellos. Me aburría como siempre. Después de un rato, decidieron ir a otro lugar. Ya se habían resignado a que los acompañara cuando, al salir a la calle, vieron a Darrin con su patineta.
―Mejor quédate con él ―dijo mi primo―. Nosotros vamos a ir a la shop. Cualquier cosa, regresas a la casa.
En mi vida había visto a Darrin. Era flaco, de cabello rizado y brazos largos. Le calculé 9 años, igual que yo. Lo noté un poco extraño, ansioso e hiperactivo; aun así, me quedé con él. Su español era aceptable porque, como la mayoría de la gente de ahí, era mitad latino. Me ofreció su patineta, le expliqué que no sabía usarla y empezó a mostrarme trucos. No le salían bien.
Después de andar un rato por las calles, el cielo se cubrió de nubes grises y el viento frío nos sopló en la cara.
―Vayamos a tu casa ―le sugerí.
De inmediato se negó.
―Vamos a la de mi tía ―su negativa fue más rotunda.
―¿Entonces? Tenemos que ir a algún lado. No tarda en llover.
―Es que… bueno, vamos a la mía.
Caminamos hasta la carretera alrededor del pueblo, subimos una pequeña colina. Todas las casas eran idénticas y viejas. La suya, de dos pisos, parecía a punto de caerse. Darrin, nervioso, me invitó a pasar. Después de dudar, lo seguí. Adentro el aire era espeso y hediondo. La casa estaba desarreglada, las paredes roídas, los muebles apolillados. Al subir las escaleras, escuché unas voces, unos gemidos. Frente a mí, Darrin se quedó paralizado. No supe adivinar si su rostro era de sorpresa o miedo. Cuando intenté seguir subiendo, me impidió el paso.
―¿Hay alguien? ―pregunté.
Los ruidos parecían venir del segundo piso.
―No, no hay nadie. Vamos afuera, tengo un tombling.
Nos dirigimos al traspatio, cercado por una malla ciclónica vieja. El lugar estaba repleto de basura y excremento de perro. Había muchos protectores de ventanas y otros restos de metal oxidado tirados. Al fondo, un tombling destartalado. Darrin se puso a dar saltos con las manos hacia el cielo y los ojos cerrados.
―Súbete, a ver quién brinca más alto.
Me puse a dar piruetas con él. Darrin dio unas maromas que yo no podía ni quise imitar. De vez en vez escuchaba los ruidos que venían de la casa. Darrin parecía ignorarlos.
Después de un rato, nos bajamos y comenzó a dominar un balón de futbol. El viento era más frío y las nubes amenazaban con vaciarse. Yo solo quería entrar a la casa. No me atreví a decírselo cuando escuché de nuevo las voces. Los ruidos y gemidos eran ahora claramente audibles desde el interior. Darrin no se callaba, dominaba la pelota mientras decía que el inglés era más fácil que el español, o que el entrenador de su escuela lo nombró capitán del equipo de futbol.
―Bueno, solo porque los gringos no saben, son bien malos en soccer.
Nuestra plática fue interrumpida por unos gritos que venían desde el segundo piso de la casa. No hubo manera de ignorarlos.
―¡Get the fuck off, pendejo! ¡No sé para qué vienes si no vas a pagar completo!
―¡You, fucking puta! ¡Te quiero ver dentro de unos días rogándome que te coja por menos dinero!
Darrin se quedó quieto, con el balón entre las manos. Un rojo intenso coloreó su cuello, rostro y orejas. No supe qué decirle, o si era mejor callar o subirme al tombling. Los gritos se hicieron más fuertes, escuchamos vidrios quebrarse. Le pedí que me lanzara la pelota. Comencé a patearla, a mostrarle que no era bueno con las dominadas. El balón siempre se me iba alto, muy alto, tan alto que en una de esas lo mandé fuera del traspatio. Vimos la pelota sobrepasar el alambrado, alejarse con rapidez y bajar por la colina detrás de la casa.
Darrin y yo nos miramos. Enseguida entendió mi torpeza cómplice, sus ojos se abrieron como platos y arrancó a correr. Lo seguí a través de un hueco de la reja. Nos apresuramos a bajar la colina hacia la carretera. Debíamos alcanzar la pelota antes de que la reventaran los autos.
AQ