Un niño desaparece a las afueras de Roma. La madre es encontrada muerta y los investigadores creen responsable al marido de la mujer. Sin embargo, cuando Colomba Caselli llega a la escena del crimen se da cuenta de que algo no cuadra.
Colomba tiene treinta años, es guapa, atlética y dura. Formó parte del Departamento de Homicidios de Roma, pero desde hace meses es incapaz de superar lo que llama “el Desastre”, hasta que este caso vuelve a llevarla a la acción. Para resolverlo contará con un colaborador tan eficaz como peculiar: Dante Torre, un joven genio cuya capacidad de deducción sólo es igualada por sus paranoias. Él también es un superviviente: fue secuestrado durante once años en un silo por un hombre que se hacía llamar “El Padre”. Ahora tiene pánico a los espacios cerrados y ha hecho de su habilidad para encontrar a personas desaparecidas su trabajo. En la búsqueda de la verdad, Colomba y Dante deberán enfrentarse a su mayor pesadilla ante un caso de ramificaciones insospechadas.
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FRAGMENTO
I. Antes
El mundo es una pared curvada de cemento gris. El mundo tiene sonidos amortiguados y ecos. El mundo es un círculo que de ancho mide dos veces sus brazos extendidos. Lo primero que el muchacho aprendió en este mundo circular fueron sus nuevos nombres. Tiene dos. Hijo es el nombre que prefiere. Tiene derecho al mismo cuando hace las cosas correctas, cuando obedece, cuando sus pensamientos son límpidos y rápidos. En caso contrario, su nombre es Bestia. Cuando se llama Bestia, el muchacho es castigado. Cuando se llama Bestia, el muchacho tiene hambre y frío. Cuando se llama Bestia, el mundo circular apesta.
Si Hijo no quiere convertirse en Bestia, tiene que recordar el lugar correcto de las cosas que le han sido encomendadas y cuidar de ellas. El cubo para sus necesidades tiene que estar siempre colgado en la viga, a la espera de ser vaciado. La jarra para el agua tiene que estar siempre en el centro de la mesa. La cama tiene que estar siempre hecha y limpia, con la manta bien remetida. La bandeja de la comida tiene que estar siempre junto a la portezuela.
La portezuela es el centro del mundo circular. El muchacho la teme y la venera igual que a una divinidad caprichosa. La portezuela puede abrirse de repente, o permanecer cerrada durante días. La portezuela puede dejar que entre comida, ropa limpia y mantas, libros y lápices, o bien administrar castigos.
El error es castigado siempre. Para los errores pequeños está el hambre. Para los errores más grandes, el frío o el calor atroz. En una ocasión tuvo tanto calor que dejó de sudar. Cayó sobre el cemento pensando que iba a morir. Fue perdonado con un chorro de agua fría. Era Hijo de nuevo. Podía beber de nuevo y limpiar el cubo, que zumbaba por las moscas. El castigo es duro en el mundo circular. Implacable y certero.
Eso es lo que siempre había creído hasta que descubrió que el mundo circular es imperfecto. El mundo circular tiene una grieta. Larga como su índice, la grieta se abrió en la pared, justo donde la viga con el cubo se engasta en el cemento.
El muchacho no se atrevió a mirarla de cerca durante semanas. Sabía que estaba ahí, presionaba en los límites de su conciencia, le quemaba igual que el fuego. El muchacho sabía que mirar la grieta era Algo Prohibido, porque en el mundo circular todo lo que no ha sido explícitamente permitido está prohibido. Pero una noche el muchacho cedió ante sí mismo. Transgredió por primera vez desde hacía mucho tiempo, ese tiempo siempre igual de su mundo circular. Lo hizo con prudencia, con lentitud, estudiando sus movimientos. Se levantó de la cama y fingió que se caía.
Estúpida Bestia. Bestia inútil. Hizo ver que tenía que apoyarse en el muro para sujetarse y puso solo por un instante su ojo izquierdo en contacto con la grieta. No vio nada, tan solo la oscuridad, pero la enormidad de ese gesto suyo lo hizo sudar de miedo durante horas. Durante horas estuvo esperando el castigo y el dolor. Esperó el frío y el hambre. Pero nada ocurrió. Fue una sorpresa extraordinaria. En esas horas de espera, luego convertidas en una noche insomne y un día febril, el muchacho comprendió que no todo lo que hace es visto. No todo lo que hace es valorado y juzgado. No todo lo que hace es premiado o castigado. Se sintió perdido y solo, como no se sentía desde los primeros días del mundo circular, cuando todavía era fuerte el recuerdo de Antes, cuando las paredes no existían y tenía otro nombre, distinto a Bestia o Hijo. El muchacho sintió que sus certezas se quebraban y por eso se atrevió a mirar de nuevo. La segunda vez mantuvo su ojo pegado a la grieta casi durante todo un segundo. La tercera vez, durante el tiempo de una respiración. Y vio. Vio el verde. Vio el azul. Vio una nube que parecía un cerdo. Vio el tejado rojo de una casa.
Ahora el muchacho sigue mirando, en vilo, de puntillas, las manos extendidas sobre el cemento frío para sujetarse. Hay algo que se mueve ahí afuera, en una luz que el muchacho imagina que es la del amanecer. Es una silueta oscura, que va haciéndose más grande a medida que se aproxima. De repente el muchacho se da cuenta de que está cometiendo el error más grave, la transgresión más imperdonable.
El hombre que camina por el césped es el Padre, y él está mirándolo. Como si hubiera escuchado sus pensamientos, el Padre acelera el paso. Está yendo a por él.
Y lleva un cuchillo en la mano.
II. El círculo de piedra
El horror empezó a las cinco de la tarde de un sábado a principios de septiembre, con un hombre en pantalón corto que agitaba sus brazos intentando detener a los coches. El hombre llevaba una camiseta en la cabeza para protegerse del sol y calzaba un par de chanclas destrozadas.
Mientras estacionaba la patrulla en el arcén de la provincial, el agente veterano miraba al hombre del pantalón corto, que clasificó como un “perturbado”. Tras diecisiete años de servicio y unos cuantos cientos de borrachos o personas desequilibradas, calmados por las buenas o por las malas, a los perturbados sabía identificarlos con un vistazo. Y ese tipo lo era sin duda alguna.
Los dos agentes bajaron del coche y el hombre del pantalón corto se acurrucó farfullando algo. Estaba agotado y deshidratado, y el agente joven le dio un poco de agua de la botellita que llevaba en la puerta, ignorando la mirada de asco de su compañero.
En ese momento las palabras del hombre del pantalón corto se hicieron comprensibles.
—He perdido a mi mujer —dijo—. Y a mi hijo.
Se llamaba Stefano Maugeri y esa mañana había ido a hacer un pícnic con la familia unos kilómetros más arriba, en los Pratoni del Vivaro. Habían comido pronto y él se había echado una siesta acunado por la brisa. Al despertar, su esposa y su hijo ya no estaban allí.
Durante tres horas se había movido en círculos, buscando sin resultado, hasta encontrarse caminando por el arcén de la provincial, al borde de la insolación y completamente perdido. El agente veterano, cuyas convicciones empezaban a tambalearse, le preguntó por qué motivo no había llamado a su mujer con el móvil, y Maugeri contestó que lo había hecho, obteniendo tan solo que saltara el contestador hasta que su teléfono se quedó sin batería.
El veterano miró a Maugeri con algo menos de escepticismo. Había visto una buena colección de esposas que desaparecían llevándose a sus hijos cuando estaba en el servicio de emergencias, aunque ninguna de ellas hubiera abandonado a su marido en medio del campo. Por lo menos, no vivo.
Los agentes llevaron a Maugeri hasta el punto de partida. No había nadie. Los otros campistas habían regresado a sus casas y su Bravo gris permanecía solitario en la carreterita, a poca distancia de un mantel magenta con restos de comida y un muñeco de Ben 10, un joven héroe con el poder de transformarse en diferentes monstruos alienígenas.
Ben 10 en ese momento podría haberse convertido en una especie de enorme moscón y haber sobrevolado los Pratoni, en busca de los desaparecidos, pero los dos policías optaron por llamar al centro de operaciones y dar la alarma, poniendo en marcha una de las más espectaculares operaciones de búsqueda presenciadas en los Pratoni en los últimos años.
Fue entonces cuando entró en juego Colomba. Aquel iba a ser su primer día de trabajo tras un largo permiso, e iba a ser, sin duda alguna, uno de los peores.
Sandrone Dazieri | Alfaguara | México | 2019
—MBM