El último obsequio | Por Abdulrazak Gurnah

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Lee un fragmento de esta novela inédita en español del Nobel de Literatura 2021.

Abdulrazak Gurnah es el séptimo escritor de todo el continente africano en recibir el Nobel de Literatura. (Foto: Frank Augstein | AP)
Laberinto
Ciudad de México /

Publicada en 2011, The Last Gift es la octava novela del escritor tanzano más importante en la historia de su país. Como en buena parte de su obra, refiere la incierta vida de Abbas —un marino retirado— y su vida convulsa en el país de adopción —Inglaterra—. El colapso súbito del personaje es el detonante para que el Nobel de Literatura 2021 indague a detalle en el pasado desconocido del inmigrante.


Un día

I

Un día cualquiera, mucho antes de todos los problemas, desapareció sin decir nada a nadie y nunca más volvió. Otro día cualquiera, cuarenta y tres años después, se derrumbó frente a la puerta de su casa en un pueblito inglés. Ya era tarde cuando sucedió, camino a casa desde su trabajo, ya era tarde para todo. Solo él era culpable por no haber hecho las cosas antes.

Sintió venir el colapso. No con el temor de ruina que lo había amedrentado durante mucho tiempo cuando se acordaba, sino con un sentimiento de que algo deliberado y muscular se cernía sobre él. No fue un embate gratuito, fue más como si una bestia hubiera vuelto lentamente la cabeza hacia él, lo hubiese reconocido y luego alcanzado para hacerlo añicos. Sus pensamientos eran claros mientras la debilidad drenaba su cuerpo, y en esa claridad pensó, absurdamente, que era así como debía sentirse uno cuando muere de hambre o de frío, o cuando una piedra lo aplasta a uno dejándolo sin aliento. La comparación lo hizo retorcerse de dolor a pesar de su ansiedad: ¿ven qué clase de melodrama puede provocar el cansancio?

Estaba exhausto cuando salió del trabajo, ese tipo de cansancio que algunas veces lo abatía inexplicablemente al final del día, más en los últimos años, y que le hacía desear poder sentarse y no hacer nada hasta que el agotamiento hubiera pasado, o hasta que unos brazos fuertes lo levantaran y lo llevaran a casa. Ahora estaba viejo, envejecía, por decirlo de otro modo. El deseo era como una memoria, como si recordara a alguien que hacía eso mucho tiempo atrás —levantarlo y llevarlo a casa. Pero no pensó que fuera un recuerdo. Entre más viejo se hacía, más infantiles eran sus deseos. Entre más vivía, su niñez se acercaba más a él, y parecía menos y menos una fantasía distante de la vida de alguien más.

En el camión, trató de elucidar la causa de su fatiga. Seguía haciéndolo luego de todos esos años, tratar de darle sentido a las cosas, buscar explicaciones que pudieran disminuir el temor de lo que la vida permitió que ocurriera. Al final de cada día rehacía sus pasos hasta que encontraba la combinación correcta de percances que lo había dejado tan débil, como si saberlo (si era algo que se podía saber) fuera a aliviar su malestar. Envejecer, es en principio, el deterioro por el uso, partes irreemplazables desgastadas de tanto usarlas. O apurarse para ir a trabajar por las mañanas cuando a nadie le importaba o le preocupaba si llegaba algunos minutos tarde, a veces el esfuerzo y la ansiedad lo dejaban sin aliento y adolorido con un ardor en el estómago por el resto del día. O una mala taza de té que se había hecho él mismo en la cocina para empleados que le había ocasionado que sus tripas regurgitaran con una incipiente diarrea. Alguien dejó la leche afuera, en un jarro, todo el día, sin tapar, atrapando polvo y respirando la corrupción que las personas traían en sus idas y venidas. Sabía que no debía tocar esa leche, pero no pudo resistir la tentación de un sorbo de té. O simplemente había gastado demasiado esfuerzo inexperto, levantando y empujando cosas que no habría debido ni siquiera tocar. O podría ser dolor de cabeza. Era incapaz de saber cuándo vendría, o la razón o por cuánto tiempo.

Pero mientras estaba sentado en el camión, sabía que algo inusual le estaba sucediendo, un desamparo centrífugo que lo hacía gimotear involuntariamente, la carne de su cuerpo calentándose y encogiéndose y un vacío ajeno se instalaba. Sucedía sin prisa: su respiración cambiaba, él comenzaba a temblar, a sudar, y se descubría a sí mismo doblado en ese bajón familiar de abandono humano, el cuerpo esperando dolor, disolviéndose. Veía a un doble junto a él, un tanto atemorizado por la disolución maliciosa, irresistible de su caja torácica, sus caderas y su columna, como si su cuerpo y su mente estuvieran separándose. Sintió una punzada aguda en su vejiga y tuvo conciencia de que su respiración era rápida, agitada. ¿Qué estás haciendo? ¿Te está dando una convulsión? Basta de histeria, respira profundamente, respira profundamente, se dijo.

Bajó del camión hacia el aire de febrero, un día de frío repentino, tembloroso y débil, respirando profundamente como él se había propuesto. No estaba bien vestido. Otras personas en torno suyo llevaban pesados abrigos de lana y guantes y bufandas, como si supieran por experiencia qué tan frío estaba, algo que él, pese a los años viviendo ahí, aún era incapaz de prever. O tal vez, a diferencia de él, escuchaban los reportes del clima en la tele y en la radio, y nada más les quedaba, felizmente, sacar de su clóset las prendas adecuadas. El llevaba el abrigo que usaba casi todos los meses del año, útil para protegerlo de la lluvia y del frío ligero, pero no demasiado caliente para cuando el clima era templado. Nunca había sido capaz de conservar un montón de prendas y zapatos para diferentes ocasiones y temporadas. Era un hábito de frugalidad que ya no necesitaba practicar pero que nunca había sido capaz de romper. Le gustaba acabarse la ropa cómoda, y le gustaba pensar que si se veía a él mismo aproximándose por la calle se reconocería por las ropas que vestía. Pues en ese crepúsculo de febrero estaba pagando su moderación, o su tacañería, o ascetismo, lo que fuera. Era tal vez su desasosiego, el hábito mental de un extraño nunca reconciliado con su entorno, vestirse ligero para deshacerse del abrigo cuando fuera tiempo de partir. Eso era lo que creía, el frío. No estaba bien vestido, debido a sus propias razones estúpidas, y el frío lo hacía temblar fuera de control, con una temblorina interior que le hizo sentir que las vigas de su cuerpo estaban a punto de sucumbir. En la parada de camión, sin saber qué hacer, se escuchó gruñir, y entendió que estaba empezando a perder la noción de las cosas, como si se hubiera dormido un momento y despertado de nuevo. Cuando se forzó a caminar, era como si brazos y piernas no tuvieran huesos, y respiró con un aliento corto y pesado. Sus pies eran de plomo y estaban entumidos, abriéndose en grietas olorosas de carne congelada. Quizá debería sentarse y esperar a que el espasmo pasara. Pero no, tendría que sentarse en el pavimento y lo confundirían con un vagabundo, y entonces nunca más podría volver a levantarse. Se forzó a continuar, dando trabajosamente un paso tras otro. Ahora era importante llegar a casa antes de que se le acabaran las fuerzas, antes de que cayera en ese terreno salvaje donde su cuerpo sería destrozado y esparcido. El trayecto de la parada del camión a su casa le llevaba por lo regular siete minutos, quinientos pasos más o menos. Algunas veces los contaba para ahuyentar la ansiedad en su cabeza. Pero en esa ocasión debió llevarle más tiempo. Ni siquiera estaba seguro de que su fuerza duraría. Creyó rebasar gente, y por momentos se tambaleó y tuvo que recargarse contra un muro por algunos minutos o segundos. Yo no era posible precisarlo. Sus dientes castañeteaban y sudaba copiosamente para cuando llegó a la puerta y, después de abrirla, se derrumbó en el pasillo, dejando que el calor y la náusea lo abrumaran. Por un momento, no pudo recordar nada.

Su nombre era Abbas y, aunque no estaba consciente de ello, su llegada había sido ruidosa. Su mujer Maryam lo escuchó manipular con torpeza las llaves y luego lo oyó azotar la puerta, cuando por lo general llegaba sin hacer ruido. Algunas veces Maryam ni siquiera se daba cuenta de que estaba en casa hasta que se plantaba frente a ella, sonriendo porque de nuevo la había sorprendido. Era una de sus bromas, hacerla brincar de un susto, su reacción de siempre, porque no lo había escuchado llegar. Esa noche Maryam se sobresaltó con el ruido de las llaves en la puerta y sintió un instante de placer ordinario cuando él llegó, tras el golpe de la puerta lo escuchó quejarse. Cuando iba hacia el pasillo, lo vio sentado en el suelo junto a la puerta interior, sus piernas estiradas frente a él. Su cara estaba húmeda de sudor, trataba de jalar aire y sus ojos estaban bien abiertos e inyectados de confusión.


Traducido del inglés por José Abdón Flores

Tomado de: The Last Gift, Bloomsbury publishing, 2011.

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