“Omerod” | Un cuento inédito de Ricardo Garibay

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Celebramos el centenario del escritor hidalguense con este relato inédito, una historia de idas y vueltas sobre la imposibilidad de amar a dos mujeres.

Además del periodismo, Ricardo Garibay incursionó en la poesía y la ficción. (Fotoarte: Luis M. Morales)
Laberinto
Ciudad de México /

Texto inédito del escritor hidalguense, manuscrito en hojas sueltas, que su hija María transcribió. En su centenario, en este breve texto, que podría ser el germen de varias novelas, está el tema que obsesionó a Garibay a lo largo de su obra narrativa: el triángulo amoroso. Y las vicisitudes de los amantes: entrega, renuncia, hastío, devoción… Con la estructura de una charla de sobremesa, donde Garibay e hijos fumaban y dialogaban sin término ni tapujos.


     —Un hombre hermoso de setantaitantos años, plateado y rubio y oscuro de sol.

     —¿Por qué eres tan alto? —le pregunté—. ¿De dónde vienes?

     —Del norte, vikingos, se establecieron en York.

     —Lo dijo casi con timidez, o como ofreciendo una disculpa. Su suave y grave voz. Sus grandes manos delicadas.

Estamos en el comedor, merendando. Mónica llegó hace tres días de Londres, donde vive desde hace veinte años; y ya, por fin, se avino a las diferencias de horarios, despertó enteramente y puede contar cosas. Y eso es lo que está haciendo, porque María dijo:

     —Pero lo que quiero explicarme es por qué el mundo resulta estrecho o rabón o despoblado. Y me refiero a la literatura. No estoy dando testimonio de la vida que transcurre delante de nosotros, la que, me imagino, se da igual que en las novelas, si las novelas son buenas. No. No he vivido lo suficiente para hablar de la vida. Pero sí puedo hablar de la literatura. Tomas una novela europea, y el mundo se abre, abigarrado y múltiple. Tomas una novela mexicana, y el mundo se adelgaza hasta hacerse casi lineal, un mero esquema del mundo. ¿Me explico? Y no es falta de talento, ¿o sí?

     —No, creo que no —dije—. Es falta de mundo. El mundo se adelgaza por falta de mundo, precisamente.

     —Eso, mundo, sobra en Inglaterra —dijo Mónica—. Se abruma uno oyendo hablar a esa gente. Hasta el más simple resulta atractivo si se suelta a hablar y a contarte su vida. Estaba yo en una estación esperando el tren. Y un hombre de más de sesenta años me dijo, porque sí:

     —La guerra tuvo cosas buenas.

     —¿Cómo puede usted decir eso? —le dije.

     —Mire… jovencita, usted no es de aquí y vale la pena contárselo. Yo me llamo Albert Maxwell y soy ingeniero.

     —Mucho gusto, ingeniero.

     —¿Y sabe dónde me hice ingeniero?

     —No. Me imagino que en una universidad.

El hombre se echó a reír, y no paraba.

     —¿Dónde? —pregunté.

     —En el campo de concentración, durante la guerra.

     —Pero, ¿cómo?

     —Mire… nos arrebañaron y nos metieron en el campo. Había de todo, desde limpiabotas hasta doctores en matemáticas, desde cantantes hasta vividores de mujeres. Fue atroz. Y nos estábamos volviendo locos. Y dijimos: “Aquí hay muchos doctores, de todo, vamos a organizar unos cursos, que nos enseñen. Y así fue. Y cuando acabó la guerra vine a presentar aquí en Londres mis exámenes. Y soy ingeniero.

     —¿Y qué era usted antes?

     —Mecánico, en una parada de autobuses.

     —Caramba… Pues sí, la guerra tuvo cosas buenas.

     —Eso me quedé pensando —se apresuró a decir Mónica—, pero lo que quiero contarles es otra cosa; a propósito de lo que estaban hablando tanto tú como María. Es la vida de John Omerod. Omerod no es apellido inglés, es vikingo. Ya les dije de su estatura, de sus manos. Es un hombre toda gentileza. Los ojos muy azules, y cuando mira de frente se le ve todo el mundo y toda la vida por donde ha pasado, que es tantísimo. Era mi alumno de español, que él medio había aprendido en Colombia, al lado de Isabel, una indígena colombiana analfabeta. Los abuelos y los padres de John Omerod eran de la alta burguesía inglesa, lindante con la aristocracia. Abogados y pianistas. Él ha vivido entre libros, música y empresas en el extranjero. Y ahora cultiva flores y hierbas finas en su jardín. Viste invariablemente pantalones de pana, camisas de algodón y sacos de tweed. Una parte del jardín está sembrado de amapolas, porque él adquirió la costumbre en Indonesia.

     —Eso significa opio —digo.

     —Eso significa opio —dice Mónica y asiente gravemente y con lentitud. Adquirió… ¿verdad? No estoy hablando de un monje.

     —De acuerdo —digo.

     —Bueno… —retoma Mónica— pues cuando tenía dos o tres años, John Omerod, los padres habían ido al teatro y lo dejaron con la nana, y se cayó en la tina de agua hirviendo. Despertó en el hospital dos días después con quemaduras de tercer grado. Hasta los diez y seis sufre severos ataques de erisipela y durante temporadas vive en cama enteramente vendado. La nana y la madre lo cuidan. El adora a la madre, la adoró hasta la muerte. Tiene dos hermanas; pianista una, jardinera la otra: artistas, como la madre.

     —Siempre había gente en la casa —me contaba en las clases de español—. Los amigos de sus padres y abuelos, las amigas de sus hermanas. Música, literatura, filosofía, política. Y una de aquellas amigas, cuando él tiene seis años, abusa de él sexualmente. Sesenta años después me decía que no entendía, que nunca había logrado entender por qué no podía hablar las lenguas, ni la suya propia. Apenas comenzaba a hablar, con conocimiento de las gramáticas y las sintaxis, veía una sábana blanca que lo cubría y lo silenciaba. Bajo esa sábana blanca John Omerod se ha sofocado de dolor y frustración toda su vida.

     —¿Relaciona la sábana blanca con la violación? —preguntó María.

     —Espera —dijo Mónica—. Ya saldrá eso. Lo importante es que hasta sus cincuenta años, acudió a toda case de fisio y psicoterapias, pasando por los baños eléctricos y el hipnotismo, sin ningún buen resultado. Pero si retrocedemos, para no dejar cabos sueltos, vemos que como vivía enfermo y no podía asistir regularmente al internado, sus padres lo llevaron a una comunidad antiquísima de cuáqueros alemanes, cerca de su casa. Y él dice que la austeridad, la cordialidad y la extrema sencillez de esa comunidad lo han acompañado toda su vida. El vigor y la paciencia le vienen de ahí.

     —El inmenso amor a su madre, a sus hermanas y a las amigas de sus hermanas, le llena de ansiedad la adolescencia. Despertaba, pues, rodeado de mujeres. Los ataques de erisipela se intensifican y siente que se ahoga. Entonces suplica a su padre que le permita ir a la guerra. El padre niega el permiso, la madre no quiere ni oír hablar del asunto. El muchacho adolescente busca la ayuda del médico familiar, que le dice al padre:

     —Esto puede ser su curación.

     —El viejo abogado, con sus influencias en el Parlamento, le consigue la aceptación en un barco de la armada naval inglesa. Barco petrolero. De este modo, John Omerod queda al margen del conflicto armado de Europa, y a los diez y seis años zarpa rumbo a Argentina.

     —Allí, en los burdeles de Buenos Aires, perdí mi virginidad y desapareció mi enfermedad —me dijo muchos años después.

Por cinco años cruzó mares y océanos y regresó duro y hombre a Inglaterra.

     —Repudia a la familia y se hace socialista. Escribe teatro y las obras le salen mostrencas. Le ahoga su medio ambiente. Busca enamorarse y se casa con una inglesa socialista intelectual. No consigue en el matrimonio su lugar ni el sosiego que busca. Tiene dos hijos hombres, de gran belleza.

     —La inglesa se vuelve, con los años, una histérica feminista, ocupada sin tregua en la psicosomatización de su propia angustia. Además, su agresividad es intolerable. El matrimonio se deshace. Él deja hijos, mujer, casa, coches, cuentas de banco, y sin nada sale a buscar trabajo. Renuncia al partido socialista y al mundo cultural londinense. Consigue un puesto como redactor en el departamento de mercadotecnia y publicidad en una compañía transnacional. Hace un último intento: tres de sus obras teatrales son puestas en escena. El fracaso es completo.

Es un hombre que ha desembocado en el vacío o en un muro sin grietas.

Renuncia a su trabajo, entrega lo que tiene, se despide de sus hijos y toma el avión a Indonesia, donde aprende a meditar cerca de los lamas, durante cinco años. Una Navidad, cinco años después, regresa a pasarla con su ex mujer y sus hijos.

Allí, en la cena de Navidad, se reencuentra con Rodha Wadia, una antigua vecina con la que los Omerod compartieron sus años de casados.

Los Wadia, Rodha y Harsha —el esposo— con dos hermosas hijas, una chelista, jardinera la otra, vivían en la casa de junto y también se divorciaron. Con lo cual quedaron frente a frente John y Rodha. John regresa a Indonesia después de aquella Navidad; pero durante tres años se comunica algunas veces con Rodha. Por su parte Rodha, parsi, nacida en Bombay, de familia aristocrática, estudia en Francia, y se hace perfectamente trilingüe.

Un día, John consulta con los monjes budistas, toma un avión a Inglaterra, le propone matrimonio a Rodha y regresa al monasterio; con ella y los cuatro hijos, para contraer matrimonio delante de los lamas.

De regreso a Inglaterra, la nueva familia Omerod se establece en una casa de campo, al sureste de Inglaterra. John ha heredado su casa paterna y una buena cantidad.

La nueva señora Omerod trabaja en vitrales, cocina espléndidamente y disfruta las reuniones con intelectuales y amigos.

John medita a la manera budista, lee, escribe y cultiva su jardín de rosas y amapolas.

De la convivencia entre los cuatro hijos resulta un amorío de dos de ellos: la chelista y el director de teatro. Y el amorío tiene que suspenderse porque produce o provoca un excesivo desequilibrio en la familia. Los muchachos salen de la casa y se separan. Años más tarde se buscarán como hermanos. Los otros dos hijos —Rodha tiene dos hijas, y John dos hijos, recuérdese—, por no sé qué razones también se van.

Solos, John y Rodha, acuerdan una relación amorosa en la que, de vez en cuando, se permite la entrada a un tercero.

     —No entiendo —dice María.

     —Calma —digo yo.

     —Bueno… Cómo te diré… —dice Mónica.

     —Oh, sí entiendo —dice María—. Pero no quiero disimulos, que todo quede expreso; todo claro, al pan, pan.

     —Bueno, está bien –—se resigna Mónica—, al pan, pan. Ellos, Rodha y John, acuerdan una relación amorosa muy inteligente, o muy culta, o muy madura, o muy no entiendo. Reciben a muchos visitantes, sobre todo a jóvenes, por sus hijos. Bueno, pues acuerda, que si ella se enamora de uno de los jóvenes o si él se enamora de una de las jóvenes lo tome o la tome como amante, el tiempo que dure ese amor, y no en las calles del pueblo donde viven o de Londres; no, sino en la casa, sin peligro y sin escándalo. En la inteligencia y el abrigo de la casa, ¿me explico? Y se deshace el asunto cuando se deshaga el amor. Y punto, no ha pasado nada. Ella es la que más echa mano de este acuerdo, claro. El tiene setantaitantos y ella cincuenta y cinco.

     —Y viven —dice Mónica— con un orden, con una paz, con una serenidad que para nosotros, mexicanos, resulta natural y al mismo tiempo desconcertante. Digo, natural porque los ves vivir bien, o inteligentemente, convencidos de que todo lo hacen como debe ser; y desconcertante porque es la vida de la gran burguesía, inútil y absorta en sus naderías, en su exclusivo bienestar.

     —Eso es lo reprobable —dice María—. Si hemos de juzgar, que prefiero no hacerlo: las naderías y el bienestar exclusivo; viven como si el dolor en el mundo fuera una fantasía. Tal vez esto sea envidiable pero no me convence, no lo envidio.

     —Qué piensas —le pregunto a María— del acuerdo sobre los posibles amantes.

     —Bueno, como dice Mónica, natural y desconcertante. No acabo de digerirlo, aunque tal vez… Sí… Tal vez una dosis prudente de esa libertad extrema y que todavía vemos pecaminosa… Si nos llegara; es decir, si tuviéramos un poco de esa libertad extrema o de esa ultra comprensión de la igualdad entre los sexos… Tal vez, en esta sociedad machista y tan primaria… No sé. Y Tú, ¿qué piensas? Por generación o generaciones estás muy lejos de eso, pero por inteligencia, no.

     —Gracias. Qué pienso… Si amo a una mujer no quiero imaginarla en la cama con otro hombre, y a quince metros de distancia, cuando mucho; no quiero, no puedo. Alicia Tabares me contaba ayer apenas, de un matrimonio amigo, muy jóvenes los dos, que hacen este pacto: él quiere verla haciendo el amor, ella acepta. Él invita a un amigo y lo invita a acostarse con la mujer. El amigo es casado, también en la total juventud, y acepta. El marido supervisa el encuentro. Y el amigo, en una borrachera, comido de remordimientos, le cuenta todo a su esposa. La relación entre las dos parejas se pudre. La esposa odia a la esposa que se acostó, y almacena un resentimiento sin límites hacia su propio marido. Muy poco después la primera mujer, la que aceptó acostarse, muere.

Ella, la resentida, se me presentó diciendo:

“Abrázame que traigo una buena noticia: murió fulana, se hizo talco en un accidente de motocicleta”. La injurié, por supuesto. Creí que había acabado mi amistad con ella. Pero ahora no sé qué hacer, no sé si odiar a toda esa gente o es mayor la tristeza de verlos hoscos, frustrados, distantes, heridos para siempre como si se rascaran una llaga purulenta…

Con esto, y para venir a estotro de la vida del señor Omerod, que nos cuenta Mónica, lo de los ensayos de amor con los posibles amantes, dentro de la casa, puedo decir, y no me queda más remedio que añadir, humildemente: no entiendo, no los entiendo.

Nos quedamos callados. Pedimos más café. Mónica toma un cigarro:

     —En Londres no fumo ni en ningún lugar de Europa. Pero llego aquí y qué pasa, que todos fuman, y me pongo a fumar, y lo peor es que lo hago con gran deleite.

     —Sigue —le digo, encendiéndole el cigarro.

Mónica aspira, echa el humo, hace memoria y dice:

     —John Omerod vuelve a su desasosiego: la sábana blanca, los ahogos, el no poder estarse quieto ni un momento. Y va a la compañía transnacional y pide ser enviado al extranjero.

Lo mandan a Bogotá, Colombia, a hacerse cargo del departamento de mercadotecnia y publicidad. Es aquí, en los preparativos para este viaje, cuando yo lo conozco, como estudiante de español en la escuela donde trabajo.

En Colombia estará tres años. Al llegar renta un departamento y alguien le consigue una criada: Isabel. Durante el día, él trabaja en la oficina; por la noche medita, lee y escribe. Ahí comienza a trabajar la idea de un libro sobre religión secular.

Isabel lo cuida y lo vela como si él fuera una criatura desvalida. La enternece el poquísimo español de John, como a él lo enternece la total mudez de Isabel, en el inglés.

Antes de los tres años acabaron compartiendo la cama y las dos lenguas.

     —Por primera vez me enamoré, y por primera vez, con ella, encontré la paz y el sosiego que tanto buscaba —me dijo años después.

     —Ya para regresar a su Inglaterra, él trataba desesperadamente de imaginar a Isabel en Inglaterra, en el mundo que para él era familiar. Y no la veía. Luego trataba de imaginarse a sí mismo en Bogotá, en el mundo de ella. Y no se veía. Lloraba delante de mí, como lloraron muchas noches juntos y sin esperanza, John e Isabel. Se amaban más y más, se amaron hasta el paroxismo. Y se separaron.

     —No podía, no debía quedarme —me decía—. No podía hacerle eso a Rodha, y tampoco podía, abusivamente, sacar a Isabel de su mundo.

     —En Inglaterra —oh, el eterno retorno—, John volvió a las clases de español. Esta vez, en mi casa.

     —Ha vuelto la sábana blanca —me dijo—. Tú eres la única persona que puede ayudarme a quitármela.

     —Trabajamos tres años más. Aprendió bien la gramática y la sintaxis. Escribió pequeños poemas y limpias páginas en prosa. Pero no logró hablar la lengua. Nos reuníamos una vez por semana, durante tres o cuatro horas; estudiaba John y me contaba su vida y sus emociones.

Por supuesto nunca pude ayudarlo a quitarse de encima la sábana blanca. Le dije:

     —Entiendo algo, pero no soy psicoanalista, y mi condición de profesora de español es solo eso. Siento que la sábana tiene que ver con el abuso sexual en tu infancia. Tú, averígualo con una ayuda apropiada.

Luego de esto me propuso una relación amorosa:

     —Rodha no se opondría; tenemos el acuerdo que ya conoces…

No acepté. Las clases se suspendieron.

Un año más tarde, Omerod me llamó por teléfono. Isabel había estado trabajando en Bogotá, con un matrimonio de españoles. Había ahorrado algún dinero. John le había dejado dinero mensual mientras él viviera, y la casa donde habían vivido. E Isabel estaba en Madrid a punto de tomar el avión para Londres. Sonaba muy alarmado y abatido en el teléfono, y como yo era la única que sabía del asunto me pedía que le ayudara a escribir una carta dulce, suave pero firme: Isabel debía regresar a Bogotá y olvidarse de él para siempre.

Nos vimos en mi departamento. Me dictaba la carta y se ahogaba en lágrimas y en ese llanto estaba el desgarro de un caballero inglés, perfecto aristócrata. Había decidido regresar a Indonesia. Renunciaba a todos sus bienes, en beneficio de Rodha. Se despedía de Isabel, la única felicidad que había conocido.

AQ

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