El origen del mundo | Un cuento navideño de Mauricio Carrera

Ficción

Un relato protagonizado por el frío parisino, una obra de arte y varios amores.

"¿Qué es toda la Historia sino un elogio de tus piernas?" (Intervención a una foto de Philippe Wozajer | Reuters)
Mauricio Carrera
Ciudad de México /

Lo que quiere la mujer, Dios lo quiere.

Lacan

El amantito. Siempre sería el amantito. “Quiero verme donde no puedo”, recordaba sus palabras de seductor. “En ti demoro la mirada”, le gustaba su palabrerío de enamorado, su jerga de diván del inconsciente. No le faltaban mujeres. Le era atractivo hacer el ridículo con ella, tan guapa, tan foránea y refinada. Victoria lo reñía, lo desdeñaba. Una actitud intelectual, más que hormonal: lo trataba de arriba a abajo de manera deliberada. Millonaria, culta, argentina, elegante, adelantada en el afán feminista, impecable en su francés y en la elección de sus amantes. La vida era una sola para desperdiciarla en ahorros y mojigaterías.

     —Sin ti las horas son invisibles, un disfraz sin medicina del aburrimiento —dijo Lacan tras besarla.

Ella bostezó para lastimar su ego.

     —¿Qué es toda la Historia sino un elogio de tus piernas?

Estaban desnudos, bien cobijados. Hacía frío en París. Un diciembre de nieve y abrigos. Se acercaba Navidad, también el momento de su partida. Victoria regresaría a Buenos Aires del brazo de Roger Caillois, con sus frijoles saltarines y su mechón caído.

***

     —Éste es el origen del mundo…

Lacan acercó su boca. Las piernas de Victoria, alas abiertas dispuestas al vuelo. La besó y metió su lengua. Ella murmuró en español alguna sinvergüenzada. Luego, voló.

***

La verdad no se dice toda. No se puede contradecir en esto al amor, a la literatura, a la Historia. Sartre dijo: “Después de probar mescalina, empecé a ver cangrejos”. Lacán, psicoanalista de cabecera, diagnosticó: “El mito individual del neurótico”. El Castor sonrió, lo mismo que Victoria Ocampo. La Beauvoir anhelaba el esbelto garbo de la argentina, y ésta las caderas y los tobillos sin vacilaciones de la francesa. El vapor de su aliento, visible en la helada noche parisina, sus manos en las bolsas de los abrigos. Abrieron la puerta. Un ujier los condujo a un salón con un árbol de Navidad apenas adornado. Apareció el anfitrión, de lustroso y remendado smoking. Palmeó estilo aristócrata e hizo traer el cuadro.

     —Voilá! —anunció con fervor de vendedor de alfombras.

Descubrió la pintura, escondida tras un paño verde. 46 por 55 centímetros de asombro y erotismo. Las mujeres quedaron atrás, los hombres se acercaron.

     —La señorita Constance Queniaux, amante de Khalil-Bey, Dumas y Courbet, 34 años, bailarina de la Ópera de París —informó.

La mirada se centró en la mujer recostada, las piernas abiertas y el vello negro del pubis.

Sartre fue el primero en hablar, su aspecto rechoncho, su ojo derecho muy desobediente:

     —Desear y soñar, lo mismo.

Lacan, el más entusiasmado, robusta melena, inteligencia y soberbia.

     —El sexo abierto de una mujer, la mirada del hombre a su origen. ¡El origen del mundo! —miró secuaz a Victoria.

Preguntó por su precio. Impagable para su sueldo de hospital. No se inmutó. Instó a que los demás vieran lo que él veía.

     —El falo está en el cuadro —sonrió.

***

El amantito. El amantito napoleónico. Lacan era el más guapo, el más inteligente, el mejor para su cuerpo, si bien sus delirios de grandeza le disgustaban.

Una vez lo amó cuando dijo:

     —La tristeza es un saber fallido.

Otra, le reprendió:

     —Recuerda: eres hijo de un vendedor de vinagre.

***

Nevaba. Lacan llegó a casa de Victoria Ocampo con zapatos helados y mojados. En el vestíbulo, baúles y maletas: su viaje de pasado mañana a Argentina. La encontró junto al árbol de Navidad. Leía una tarjeta.

     —Abrazos navideños de Borges —dijo.

Se besaron. Él le entregó su tesis de doctorado.

     —Felices fiestas —no compartía la celebración pero sí su simbolismo.

Ella leyó la dedicatoria: “A Victoria, de su amantito”.

Sonrieron. Le pidió tomar un envoltorio bajo el árbol lleno de adornos.

     —El origen del mundo —presumió ella.

Lacan, al atisbar bajo el papel, alcanzó a ver el tupido pubis. Lo ocultó al escuchar la voz de Caillois:

     —¡Feliz Navidad!

Venía acompañado de Drieu La Rochelle y sus bellos ojos azules. Tenían reservación en Le Procope. Victoria Ocampo cenaría esa Nochebuena con sus tres amantitos.

En corto.

Mauricio Carrera

Ganador de numerosos premios literarios. Incursionó en la poesía con Memorial de las aves. Su novela más reciente es Las horas furtivas.

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