Más de una vez he dicho
que si me toca nacer de nuevo
me gustaría aterrizar en Escandinavia:
O acaso en la —para mí— ignota Nueva Zelanda.
Confieso que me fascina la civilización.
Claro que esto puede no ser
más que una apreciación errónea
provocada por la distancia
y una información incompleta…
por no hablar nada del clima.
Aunque, en realidad, el país
en el que desde siempre
me habría gustado vivir
—y lo tengo dicho en un poema
escrito hace ya muchos años
y dedicado a mi hermano Paul Klee—
es en el país de un mejor conocimiento.
¿Por qué no habría de ser?
Es sólo cuestión de poner el sueño en foco.
Entre las diez mil posibilidades que están aquí
—como un sinnúmero de estrellas
que sólo se pueden ver cuando hay un eclipse
total de luna en medio del desierto—
vivir en el país de un mejor conocimiento
es la que me resulta más atractiva.
Además, es más que factible.
Es como ingerir y asimilar
la psilocibina de mi propia atención.
Sólo que hay que llegar al extremo
de un eclipse total de yo
—extender la silenciosa pausa
entre pensamiento y pensamiento—
para acceder a la realidad de este país
y dejar de lado —o dejar atrás—
“la patria espeluznante” que diría
Ramón López Velarde.
Porque, a fin de cuentas, como dijo George Steiner
días antes de morir: “una mesa, un buen café
y unos libros… eso es una patria.”
Mi país
está aquí mismo:
en esta mismísima página.
Y aquí es donde me siento mejor.
AQ