Corría un lento invierno cuando frente a la luminosa fachada de la Casa Paquita se detuvo el Passat nuevo de un hombre maduro, víctima de una voraz calvicie que no parecía ser obstáculo de importancia para su acompañante: una mujer sonriente cuya temprana guapura imantaría de inmediato los ojos de los acomodadores. Automóvil europeo, atuendos conservadores, modales aristocráticos: no suelen ser así las parejas que se apersonan en la colonia Guerrero. ¿De dónde venían los recién llegados? De otro mundo. Como los acomodadores no podían saberlo, el conductor del auto era un socialité entusiasta y noctámbulo calificado, cuyo solo bagaje de riquezas heráldicas anunciaba un seguro título nobiliario.
¿Qué hacía un descendiente directo de la rancia nobleza novohispana encomendado a un cálido escondrijo que, de acuerdo a los estándares goebbelianos propios de su excluyente mayorazgo, sólo podía ser templo y santuario del peladaje? Es posible afirmar, aunque no sin caer en un exceso de frivolidad romántica, que el amigo de las noblezas mineras mexicanas -esto es, los choznos de aquellos aventureros que un día se toparon con una mina y sólo por eso fueron premiados con el soñado titulazo- había escapado de su zona de exclusión para paladear —así fuese, ¡auch!, transitoriamente— las adictivas mieles del sentimiento desnudo, tan escaso entre el medioevo rancio y hermético que distingue al oeste lejano de Tenochtitlan. Habrá también quienes supongan que el espurio visitante no podía estar allí sino como embajador del más encumbrado esnobismo citadino: el de los tipos a quienes, despojados de toda osadía vital, les da por coleccionar exóticas intensidades pasionales, para luego colgarlas entre los adustos muros de su existencia intachable. En cualquier caso, era segura una cosa: el extraño encumbrado, heredero natural del ocioso sibaritismo que desde siempre ha distinguido a la nobleza, sabía que su objetivo no se hallaba tanto en la fachada, las mesas o la pista del congal, como al fondo de los ojos fulminantes de su fundadora, propietaria y diva: Paquita, baronesa del Barrio.
De noche, la calle de Francisco Zarco es serpiente pardusca y desolada. Uno se clava en sus entrañas justo donde se cruza el Paseo de la Reforma con aquella calzada que a don Pedro de Alvarado sirviérale de pista para implantar el único récord de salto de longitud que registra la Historia Nacional. Es síntoma común, entre los intrusos nocturnos de la Guerrero, un cierto sentimiento de profanación, frecuentemente acompañado por el temor que a la hora de la verdad no hace sino ponerle jalapeño al recorrido: ¿Y si me asaltan? Pero ése no es más que un pavor de primerizo, pues el genuino trasnochador se sabe más amenazado en las calzadas, inconmensurable tierra de nadie, que en las callejas solitarias, tan querendonas ellas. El explorador debe cruzar más de una decena de esquinas dormilonas antes de que las luces de la Casa Paquita le informen que ha llegado a su destino: tiempo de darle al acomodador las riendas del corcel, tomar por la cintura a la señorita que para estos momentos es toda prendedor, y entonces entrar juntos, lo que se dice juntos, al templo de Paquita la del Barrio: la mujer de los ojos relámpago, sacerdotisa de la pasión que noche a noche derrama excomuniones sobre los vergonzantes del amor, los pránganas de espíritu, los perpetuos inútiles.
No son escasas las familias del rumbo que, pasadas las diez de la noche, arriban a la planta alta de la Casa Paquita para celebrar una ocasión meritoria, si bien lo hacen rodeadas por forasteros: una incesante hojarasca de oficinistas desmadrosos, nuevos ricos, viejos pobres, socialités al día, devotos de la diva, nostálgicos heridos y colegas reverentes, se apodera cada noche de una, dos, ¿cuántas mesas? Con una timidez que las risas y los tragos convierten pronto en desparpajo, los de afuera y los de adentro se van confundiendo en la pista de baile, bien pepenados de su pareja, para moverse al ritmo de una canción que inunda uno por uno los sentidos de los que lo dan todo por sentir.
Hasta en sueños he creído tenerte…
devorándome.
Y he mojado mis sábanas blancas…
recordándote.
Aunque los sentimientos, lo que se dice sentimientos, todavía pululan en la planta baja. Frente a un comedor sobrepoblado por oídos abiertos y azaros reverentes, Paquita la del Barrio ejercita los portentosos látigos de una garganta vulnerada por el más punzante de los ardores, que como por desgracia bien sabemos es el del amor traicionado. Avanza la segunda función y ninguno de los parroquianos conoce con certeza el camino que tomará un repertorio comúnmente sinuoso. Entre pasión y ovación, ascienden hasta los oídos de la diva peticiones urgidas. ¡Lámpara sin luz! ¡Tres veces te engañé! ¡Bórrate! ¡Invítame a pecar! Pura épica sentimental.
¿Cuál es la diferencia entre los de arriba y los de abajo? La misma que distingue a los compadres de las visitas. Los unos llegan temprano, como con ganas de ayudar a poner la mesa; los otros van llegando más tardecita, cuando los anfitriones ya se han calzado sus mejores garras y se empapan la tráquea de Astringosol. ¿Significa esto que la función nocturna resulta más pulida que las vespertinas? No, por cierto. Es sólo que, si bien durante la tarde a más de una casada desatendida le da por clavetear en sus íntimas dolencias, es la noche el territorio solitario y memorioso donde las plegarias de la diva mejor abren sus alas. No olvidemos que el amor, como las muelas, siempre duele más de noche. No pose sus pezuñas en este suelo quien se diga inmune a las punzadas de la pasión amorosa: voluble soberana que sólo entrega títulos nobiliarios a los que del amor regresan locos.
Lucero Díaz se ha instalado en la pista, da la bienvenida y se arranca con la primera ranchera. Por años, esta cantante ha conducido a los seguidores de Paquita la del Barrio por una calistenia de ritmos y palabras cuya función precisa es aflojar la carne, lubricar la osamenta, estirar la epidermis de quienes ahora gozan, pero ya sufrirán (y entonces gozarán más, más, más). Muy atrás, casi oculta en una mesa pequeña y apartada de la pista donde uno de los parroquianos se ha parado a danzar la redova con Lucero —largo kilometraje, faldita de vaquera, botitas respondonas, sonrisa de me río pero me llevo— está otra mujer, vestido firmamento azul turquesa, el pelo corto, la cara blanca, el fuego en la mirada: los ojos incandescentes de la Baronesa Paquita se pasean por el paisaje, indescifrables. No es realmente difícil suponer cuál es la bebida favorita de una mujer así: París de noche.
Paquita la del Barrio no es una, sino varias mujeres; imposible saber cuál de todas será la que cante hoy. Pero la orquesta, integrada por músicos colmilludos y cumplidores, se halla lista para cualquier cosa. Lucero se ha ido, y cuando vuelve lo hace para proferir El Anuncio. Por el pasillo se desplaza, con un porte que de tan orgulloso aparece inalcanzable, Paquita.
No abundan en el mundo las heroínas justicieras. Y, de las que hay, pocas pueden decirse sobrevivientes de la pasión. De ahí la majestad que acompaña los pasos de la Baronesa del Barrio. De ahí, también, la tempestuosa hondura de ese rictus escéptico, adolorido, condenado a seguir creyendo en lo increíble. Es el gesto de quienes sólo viven para mantener encendidas las antorchas del amor loco, y están por ello condenados a existir entre cenizas, con la envidia de todos los dioses a cuestas.
Eres una brújula sin rumbo,
un reloj sin manecillas,
una Biblia sin Jesús.
¿Hacia dónde mira Paquita cuando entona, con la vehemencia propia de los rezos, esas líneas flamígeras que se antojan escritas sólo para sus labios, con pedazos de entraña, rodajas de rencor y kilos de soledad? Resulta fácil rastrear el camino que lleva esa mirada, como sencillo es perseguir la trayectoria de los látigos. Paquita canta mirando de frente a la cobardía, la pobreza espiritual, el desamor, la nada: los enemigos comunes, los siempre temidos; los que hacen de un hombre un inútil, y de un inútil un trapeador. Paquita, como todos, siente, pero se aguanta. Soberbia entre los devotos, piadosa entre los dolientes, enfermera y compañera de viaje de todos los despechados de este mundo, la del barrio se deja tomar y sacudir por cada uno de los súcubos que habitan las palabras que pronuncia.
Por fin decidiste marcharte y dejarme…
¡Te estabas tardando!
Sus ojos: relámpagos que incendian la piel de la indecencia, furiosos meteoritos vengadores, arcángeles terrenos a las puertas del Juicio Final. Basta con perseguir la efervescencia volcánica de esos ojos para olisquear la cercanía de una lava que saltará por ahí de la cuarta canción, cuando la diva sea una con sus palabras y corra por sus pómulos el milagro del llanto.
Como una pordiosera
me arrastré a tus caprichos.
Aplausos, gritos, carne de gallina: recompensas apenas justas para quien, como la diva, todo lo tiene y todo lo apuesta. De cuando en cuando se le acercan manos que le alcanzan pequeños papeles, trozos de servilleta, cualquier espacio para implorarle una canción. Y Paquita, respetuosa del sentimiento ajeno y al mismo tiempo celosa de una entrega que se ha convertido en el más puro de sus sellos, sólo asiente, mira al piso, lanza una bola rápida a la orquesta y alza otra vez la fusta.
¡Qué vulgar y qué corriente
es la vida que tú vives!
Nunca es lo mismo. Cada noche Paquita realiza el prodigio de ser nueva, no a través de la engañosa piedra de la originalidad, sino sencillamente brindando sin medida lo que otros regatean sin vergüenza, y por supuesto: saltando cuando hay que saltar, aun si al fondo del abismo no se mira otra cosa que el negro profundo del abandono. Pero, como todo, el salto también tiene un final. Cuando Paquita se aleja por primera vez de la pista-escenario, uno se mira extrañamente sorprendido, como cuando se es expulsado de un sueño cuyo sortilegio se creía más extenso. Es decir, en la orilla final de las caricias.
Ni un cigarro te doy…
ni me lo pidas.
Paquita vuelve, Paquita canta una más, Paquita se repliega en una de las mesas. Mientras unos ajustan cuentas con el mesero, otros no están dispuestos a pisar la calle sin antes ir tras la mujer de las polaroid y encargarle una foto con la diva. Y la diva nomás no dice no.
¡Quihubo tú, inútil!, saluda la baronesa Paquita a un músico joven, de pelos largos y mirada esquiva. Sabiéndose bienvenido y prácticamente en casa, el músico se sienta, se empuja un trago y se arrellana plácido en la ensoñación de quien se sabe aristócrata nocturno, gato invencible, sombra de un mal esquivo y burlador. Las mesas abandonadas, las luces prendidas y las botellas vacías informan al licántropo en funciones que la noche ha quedado de nuevo desierta. Es hora de enfrentarla, disputarle terreno, poblarla una vez más de agónicas quimeras.
Esta crónica está incluida en el libro ‘Luna llena en las rocas’, publicado por el sello Debolsillo. Agradecemos al autor la cortesía para publicarla y ofrecerla a quienes leen ‘Laberinto’.
AQ