La esfinge de Gaza sigue ahí,
oteando el cambiante horizonte.
El Partenón de Atenas sigue ahí
dictando lecciones de geometría.
Las pirámides de Teotihuacán siguen ahí
para pasmo de propios y extraños
La catedral de Notre Dame sigue ahí
en medio de la Isla de la Cité
con su teología labrada en piedra
que se niega a desaparecer.
Pero ya ninguno de estos sitios significa
lo que hasta hace no mucho
significaba para tantos: un hito
del pasado que invitaba a reflexionar
en otras formas de vivir y de creer.
Para los jóvenes de hoy
todos estos monumentos
son solo atractivos turísticos.
Pienso en las jóvenes turistas
que me tocó observar hace poco
en la casa y Museo de Moreau,
el gran maestro del simbolismo francés,
que era uno de los secretos
mejor guardados de París.
Templo de expresionistas y surrealistas,
alfa y omega de Breton que llegó a decir:
“esta obra ha condicionado mi modo de amar”,
este reducto romántico, si los hay,
forma parte ya —resulta evidente—
de muchas guías turísticas.
Solo así se explica que en este santuario,
hasta hace pocos años casi desierto,
se puedan ver grupos de jovencitas
fotografiándose enfrente de cada cuadro
Pero la casa de Moreau sigue ahí,
como siguen ahí la Acrópolis,
la Esfinge, la muralla china,
la ciudadela de Quetzalcóatl
y —aun sin aguja— Notre Dame.
Un pasado presente.
Solo que este pasado
ya poco o nada dice del pasado
y sí mucho del presente.
De nada sirve volver atrás
ni entregarse a la nostalgia.
Por eso tenemos los ojos en el rostro
y no en la nuca.
El pasado es presente,
y el futuro es todo lo que hay.
AQ