Pausa | Por Tedi López Mills

Opinión | En el banquillo

"Me observo de frente, de perfil, por detrás, en mi espejo mental, opaco y ligeramente cóncavo. Me aseguro de que el escarnio sea mi primer impulso".

"Actuar bien no me garantiza ningún tipo de paz interior. El odio lo impide". (Foto: Jenna Hamra)
Tedi López Mills
Ciudad de México /

Odiarme a gusto es un privilegio que ejerzo seguido. Me observo de frente, de perfil, por detrás, en mi espejo mental, opaco y ligeramente cóncavo. Hago caras e invento nuevas. Me aseguro de que el escarnio sea mi primer impulso. Diluyo las certezas y me pregunto de dónde voy a sacar la información que necesito. Pienso en la panadería del eje 7. Un empleado me ofreció gel antibacterial. Su mascarilla le colgaba del cuello como un adorno azul. Le sonreí mientras me frotaba las manos. No había luz. Puse mi pan solitario en la charola y pagué sin mirar a la cajera. 

Quise pedirle al empleado que se colocara la mascarilla, pero recordé que la contención es un requisito de la comunidad y que incumplirlo produciría casi de inmediato testigos que me examinarían con resquemor y susurrarían entre sí: qué señora tan rara, maltratando al joven…¿viste cómo trae su pelo? Pobre, ha de estar bien sola. Mi pan me supo seco en la noche. 

Tiendo a obsesionarme con los detalles. Actuar bien no me garantiza ningún tipo de paz interior. El odio lo impide. No se trata de una patología, sino de un método: me reduzco a un mínimo negativo para que los demás ocupen el máximo positivo; me empujo contra una pared que erijo para que la rectitud sea una forma de dolor. Tampoco se trata de un asunto moral o de generosidad. Con los demás siempre titubeo, me arrepiento, ofrezco disculpas. Sin duda, el odio al que me someto ha de poseer algún código ético, por decirlo en términos pomposos. Sé que crea un vacío constante y una austeridad casi luminosa. Sé también que me acomodo sin la menor dificultad en el hueco que ya tiene mi contorno: como si fuera el cuerpo de esa sombra.

El sentimiento es retrospectivo. Ayer, antier o anteayer: de ahí viene el material que reviso con cuidado. El viernes me enquisté con mis propias reglas, me tropecé con una silla, pateé la silla, asusté a los gatos. Al día siguiente fui inflexible en una plática; burlona cuando se mencionó la buena fe de las autoridades, su amor por la cultura, su condescendencia cuando quitan lo que dan y declaran que es un triunfo y un acto solidario. Denosté en tono agudo los números barrocos en la prensa; si una cifra se mueve entonces tendrían que moverse todas. El arte de la imprecisión conduce a la devoción. Solté luego una risita dramática, exaltada. Hubo un silencio con ruido de fondo. Cambié de tema. Pregunté por la familia, por el perro, por la poesía que se está escribiendo, por los libros que se están leyendo. Hablé de mi “relectura” de La Odisea, del llanto continuo de los héroes, de las hecatombes, los muslos de la becerra y sus cuernos rellenos de oro. Dije adiós efusivamente y me odié. Encendí el piloto automático. Mis reservas son infinitas.

Creo porque es absurdo, argumentó Tertuliano. Las historias estrambóticas generan un extraño equilibrio. Que yo salga a la calle y vea que las cosas suceden como si nada estuviera pasando me lleva a creer que lo que está pasando es de veras cierto.

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