El legado de Pelé

In memoriam

En el mundial del 1970, el verdadero equipo de los mexicanos (más que la Selección Nacional) era Brasil, coronada por O Rei, quien convirtió al futbol en un juego de belleza y magia.

Pelé celebra un gol ante Italia en el Estadio Azteca, en el Mundial de México 70. (Fototeca MILENIO)
Jacobo Sefamí
Ciudad de México /

Uno de los recuerdos más felices de mi vida. Se celebraba la Copa del Mundo de futbol de 1970. México había empatado con la Unión Soviética, 0-0, en el partido inaugural. Mis hermanos y yo fuimos caminando, en la Colonia Roma, a la Avenida Insurgentes. Nunca había visto a tanta gente en la calle y tan contenta. Se subían a los coches, llevaban bocinas, matracas, echaban confeti, serpentinas. Era una fiesta enorme, aunque México había solo empatado. El juego había sido muy aburrido, pero se celebraban los escasos intentos de gol, un cabezazo de palomita a las manos del portero ruso, por ejemplo, como si hubiéramos ganado el Mundial en el primer partido.

Papá había comprado la serie completa de boletos para ir (no sé si solo o acompañado) al Estadio Azteca. No comprendo de dónde habría sacado el dinero para todos los partidos. Estaba feliz y decía que vería los mejores jugadores del mundo en vivo. Era la época de Pelé y Beckenbauer. Hacía escasos años habían inaugurado el Estadio Azteca. Papá nos llevó (debe haber sido en 1968 o por allí) para ver al Santos de Brasil con el mismísimo Pelé en la cancha. Nosotros no cabíamos en nuestra alegría al entrar por los túneles de acceso y de pronto contemplar la majestuosidad del lugar, con un lleno total y celebrar cada vez que el astro brasileño tocaba el balón, no se diga cuando se le ocurría burlar a un rival o dar un pase extraordinario. No había mayor felicidad en nuestra infancia que ver a los grandes jugadores de futbol allí, frente a nuestros ojos. Uno de mis hermanos había sido seleccionado para el partido de niños, anterior al de los equipos grandes, América y Santos. Recuerdo las fotos, delgado, chiquito, con las piernas flacas, flacas y una sonrisa de boca a boca que no podía contener.

Pero para ese verano de 1970, papá empezó a sufrir de fuertes dolores de estómago; salía del baño compungido, con el semblante desencajado. Iba a cada rato y lo veíamos retorcerse de angustia, pidiendo tinas con agua muy caliente. Cuando ya no pudo más, dijo que tenía “almorranas” y que se iba a operar. Nosotros no entendíamos qué eran las almorranas. Pensábamos que eran unos gusanos que se escondían en los intestinos y le hacían sacar sangre. La operación era cara y no tuvo más remedio que vender todos sus boletos del Mundial. Lo vimos llorar por primera vez. No solo sacrificaba su mejor tesoro, sino que además tenía que irse al hospital.

En la casa imitábamos al locutor Ángel Fernández, que era el que se encargaba de las transmisiones de los partidos. Nosotros jugábamos una especie de baloncesto, con unas bolas de papel estrujado, a manera de pelota (obviamente sin botar), que lanzábamos al resquicio que quedaba entra la puerta y la pared, como si se tratara de una canasta. Pero narrábamos nuestro partido como si fuera futbol. Gerson se la pasa a Jairzinho, Jairzinho se la lleva a toda velocidad, burla a uno, burla a otro, se la pasa a Tostão, éste mira hacia la izquierda, se da media vuelta y le lanza un pase perfecto a Pelé, que la baja con el pecho, da una pirueta, deja a los defensas papando moscas, cruza la pelota al segundo palo, y entra por la esquina de la portería, con fuerza, sacudiendo la red, gol, gol, gol, goool, goooool… Y así todas las tardes.

Cuando llegó el Mundial, y en la fase de grupos, celebramos mucho que México haya empatado con la Unión Soviética, que le haya ganado después a El Salvador y a Bélgica, y que haya pasado a cuartos de final, pero luego nos entristecimos cuando se enfrentó a Italia y recibió una muy penosa derrota de 4-1. Los vecinos italianos del edificio recibieron todo tipo de insultos. Veíamos a los niños regordetes, felices, porque su equipo iría a enfrentar en la semifinal a Alemania, en uno de los partidos más celebrados de todos los tiempos (todavía recuerdo a Beckenbauer con el brazo vendado, jugando a pesar del dolor). Pero a falta de un equipo contendiente para las finales, nosotros le íbamos a Brasil desde la primera fase. Era el equipo de todos los mexicanos, puesto que se trataba del jogo bonito, que nos encantaba con las maravillas que hacían en la cancha. Era el Brasil de Carlos Alberto, un increíble defensa central, el de los medios Gérson, Tostão, y la delantera con Rivelino, Pelé y Jairzinho. Recuerdo vivamente el primer partido contra Checoslovaquia, el golazo de Rivelino de tiro directo, un trallazo, el de Pelé, que la mata con el pecho y la prende en el aire, y los otros dos de Jairzinho, uno de ellos, genial, haciéndole un sombrero al portero, el otro burlando dos y tres defensas para fusilar a placer. Se trataba de un futbol totalmente desbordado, que no cuidaba la defensa, y no tomaba precauciones. Era una alegría de ver, de disfrutar con cada movimiento, como si bailaran la samba. Ningún jugador de Brasil estaba en Europa, todos pertenecían a equipos de su país. No ganaban las millonadas que obtienen las celebridades de hoy. Era el placer por el placer del juego (bueno, me imagino que algún dinero sí ganaban).

Para la final entre Brasil e Italia, papá había regresado a la casa. Ya tenía el semblante más tranquilo y había vuelto a sonreír. Estábamos todos los siete hermanos en su cama, y nos habíamos recostado a su alrededor o en el suelo. La tele era pequeña y la imagen no era muy buena. Cuando Tostão le centra la pelota y Pelé da tremendo salto para cabecear y meter el primer gol, nosotros también brincamos en la cama, coreábamos el gol con Ángel Fernández, como si hubiera sido gol de México o nos hubiéramos sacado la lotería. Ya después, y con un Brasil absoluto dominador, el resto del partido fue solo júbilo, felicidad, con mamá consternada porque a papá lo movíamos en la cama, mientras convalecía de la operación de las almorranas, y nosotros gritábamos con euforia, gooool, gooool, gooool... Pelé era el genio, pero sabía jugar con la orquesta. No creo que haya habido ningún equipo nacional que se equipare a la contundencia del Brasil del 1970.

Ese es el legado de Pelé. Fue el jugador que instauró en mí (y estoy seguro en muchísimos aficionados más) el placer del futbol, la magia del deporte que se hizo el más popular en todo el mundo gracias a su genio. Su sonrisa, su cara alegre, su carisma, entusiasmó a millones de personas. Ahora lloramos su fallecimiento porque con él se fue también la idea del jugador humilde que, a pesar de la fama, no se cansaba de repetir que de niño, para ayudarle a sus padres, trabajaba como boleador de zapatos. Tenía, como suele decirse, los pies en la tierra. Nada de prepotencia, nada de ostentosidad. Creo que nunca se le quitó el amor por el juego, el placer del drible, del chute, del cabezazo a la horquilla, de las mil y una destrezas con las que tantos disfrutamos en nuestras infancias, en nuestras vidas.


Jacobo Sefamí

Escritor, editor y académico. Actualmente es director de la Escuela de Español de verano de Middlebury College. Entre otras obras, es autor de ‘Los dolientes’, ‘Por tierras extrañas’ y ‘Mili, en lo inacabado mutante’, así como compilador del libro de ensayos ‘Caleidoscopia. Escrituras y poéticas de lo oblicuo en América Latina’.

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