A veces me da vergüenza, lo confieso. Me siento convencional, poco vanguardista, hasta aburrida, pero siempre me ha pasado lo mismo. Una historia, sólo una historia, un hilo que seguir, por eso leo cuentos y veo películas, por eso también escribo, por seguir una historia.
Le llaman mente covid, yo he decidido llamarla mente Oblómov; el pensamiento se echa a dormir, como el personaje de Goncharov en su habitación suntuosa y llena de telarañas. Tiene que arreglar asuntos, pero se dice: quizá después, después lo haré, ahora puedo tomar mi té en el diván. Y las ideas, los pendientes, se pierden entre recuerdos, noticias, sensaciones. Quizá ha sido este año; adentro de uno hay un Oblómov acostado, decidiendo si decide alguna cosa. ¿Dónde quedó el hilo de la vida? Quién sabe; a los comunes nos sostiene el hilo de un cuento, una novela, el del programa de la noche o las noticias casi siempre aterradoras: ¿ganarán?, ¿saldrán derrotados?, ¿y ahora qué dijo? Un hombre repite una obsesión que le viene a la cabeza donde otros han preparado cuidadosos discursos. Pero no hay que perder el hilo.
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¿No es acaso lo que le ha ocurrido a la humanidad desde siempre? Escuchar una historia alrededor del fuego, al anochecer, el tejido prodigioso de una trama, los seres que surgen del humo y las voces, sólo una historia que se vuelve verdadera en el interior de quien la escucha. Eso y ya. Mi mente Oblómov se enreda en las series de televisión. A veces historias tontas, funestas, desesperantes, pero necesito saber en qué terminan, hacia dónde llevan, como el vicioso las apuestas: esta no nos va a defraudar, como aquello otro. Y caigo y caigo y me siento un ser absolutamente primitivo, carne de guionistas y manipuladores; siglos de historia de las palabras, de poesía, de ideas relumbrantes, profundas, enigmáticas sobre el misterio de los animales, los sentimientos, las mujeres y los hombres, y yo sólo quiero seguir una trama como el gato al hilo de estambre. Afuera, la trama de la vida se empaña como una mente covid y nadie entiende nada, los jefes de la tribu se dan mazazos en la cabeza; el más terco grita y se adorna con plumas; o quizá es la nariz del asesor Kovaliov la que ha ocupado su puesto, como en el cuento de Gogol. Una nariz que llega alto puede perder el olfato. ¿Cómo saber? La mente es un espejo difuso que se empaña cada vez más. Nosotros estamos cansados de perseguir al animal para comérnoslo, cuidar cachorros, cocinar las papas o el maíz, tejer para taparnos; lo que queremos es llegar en la noche a la fogata y seguir el hilo de una historia. Como el gato, o como la gallina encandilada con la raya de gis. Sólo eso, en lo que sabemos qué sucederá.
AQ