La mañana del 7 de enero de 2015, a eso de las 11:30, el periodista Philippe Lançon estaba enseñándole a uno de sus compañeros de la revista Charlie Hebdo un libro de jazz que, unas semanas antes, había comprado en un viaje a Colombia. Ambos acababan de salir de la reunión editorial que el semanario satírico francés llevaba a cabo cada semana para planear sus contenidos. Hojeaban el volumen en un rincón de la redacción, ubicada en el Distrito XI de París, cuando, de pronto, los hermanos Kouachi, integrantes de la rama yemení de Al Qaeda, entraron al lugar con sus fusiles AK-47 y, al grito de “¡Alá es grande!”, comenzaron a disparar. Las ráfagas ensordecedoras acabaron con la vida de doce personas e hirieron a otras once. Rodeado de muertos, sangre y sesos, Lançon quedó tumbado en el suelo, aturdido y con la mandíbula destrozada, pero aferrándose a la vida.
Antes del atentado, Philippe Lançon había conseguido ser un prestigioso periodista cultural de Libération y cronista de Charlie Hebdo. También había escrito un par de novelas. Después del atentado, pasó 282 días hospitalizado, superó una veintena de operaciones para reconstruirle la cara, volvió a nacer, tuvo que volver a aprender a vivir y, dice, se convirtió en “un verdadero escritor”. De todo ello da cuenta en El colgajo (Anagrama), que recientemente se publicó en español y que, según su editorial, ha vendido más de 300 mil ejemplares en Francia y ha recibido tres premios literarios (el Femina, el Roger Caillois y el Renaudot).
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“Colgajo” es el término utilizado por los cirujanos para referirse al trozo de piel con el que cubren una herida. A Lançon le extrajeron hueso y piel de una pierna para reconstruirle el rostro e hizo suyo el concepto médico para titular su libro-crónica-testimonio-autoficción (muy emparentado con el estilo de Emmanuel Carrère). “Es que no quería un título patético ni sentimentalista. Además, esa palabra, en francés, también remite a la idea de estar destruido y pienso que dice mucho”, explica a Laberinto en un clarísimo español vertido de varios acentos latinoamericanos. “Tuve una novia mexicana y luego otra chilena y también pasé un tiempo en La Habana, así que… algo de español aprendí, sí”, agrega con media sonrisa, y entonces deja ver una cicatriz en su labio inferior (lo demás ha sido cubierto por la barba que se dejó crecer).
Con la carne violentada y la psique devastada, este hombre que, a pesar de ello, asegura no haber perdido el sentido del humor ni almacenar odio en su interior, insiste en que no habla como víctima sino como un simple escritor. La entrevista con Lançon tuvo lugar el pasado noviembre, cuando estuvo en Madrid invitado por el Festival Getafe Negro que, año tras año, reúne a autores y a lectores de novela policiaca. Platiqué con él después de que pasó una mañana entera en el Museo del Prado. “Me paré un buen rato frente a los cuadros de El Greco. Tiene un retrato de un médico de Toledo. Le hice una foto, con la posterior protesta de un vigilante del museo, y se la mandé a uno de mis médicos para que viera a uno de los ancestros. Luego me detuve ante un cuadro de Goya llamado El perro semihundido. Y me identifiqué bastante con ese cuadro. Porque representa mucho de lo que sentí el día del atentado. Es una obra que llega a lo más profundo de la existencia. La desesperanza, la soledad… todo está ahí”.
—¿Cómo transcurren ahora sus días?
Sigo con mi trabajo, con mis curas en el hospital, sigo escribiendo y sigo viviendo este libro. Sigo, simplemente sigo. He desarrollado un vínculo y un idioma especial con los médicos. Es como si tuviera dos familias: la de siempre y la médica. La verdad es que vivo con una fragilidad dentro del cuerpo que solo se la expreso a los médicos.
—¿En algún momento se ha sentido culpable por seguir vivo y no haber muerto como varios de sus compañeros?
No siento culpa por estar vivo. Creo que todos los que sobrevivimos al atentado no sentimos culpa, simplemente porque no teníamos tiempo ni energía para pensar: “¡Carajo, yo he sobrevivido y los otros no!” La culpabilidad del sobreviviente la han sentido los que no fueron heridos.
—¿Cuál es su actitud ante los musulmanes?
Escribí esta crónica para no escribir un discurso político. No iba a hacer una diatriba contra los musulmanes. Solo conozco a tres de ellos y son muy diferentes entre sí y también diferentes a mí respecto a lo que pensamos. Así que prefiero no hablar de los musulmanes. Acaso es cobarde por mi parte, pero no me siento competente para hablar de eso. No he estudiado el tema. Nada más.
—¿Los evita?
No. Confieso que sentía recelo cuando, por ejemplo, se sentaban a mi lado en el metro. Sentía pavor de los que llevaban una mochila, porque temía que luego explotara. Pero me propuse no dejarme llevar por eso. Los veía, no me bajaba del metro y… el miedo se fue.
—Aquella mañana del atentado usted estaba todavía inmerso en la polémica que había causado Sumisión, la novela de Michel Houellebecq.
Sí. Yo escribí en Libération, justo un día antes del atentado, que Sumisión era simplemente una novela. El problema es que Houellebecq es un buen novelista y huele el mundo en el que vive. Pero cuenta historias, no discursos. Historias que se desarrollan con la imaginación. Una novela está hecha para dar libertad de imaginación y pensamiento al lector, no para decirle: usted tiene que pensar así. Lo que pasa es que el libro es analizado por políticos, sociólogos, que quieren hacer de una novela lo que no es. Una novela es a la vez menos y más que eso. Pero estamos en un mundo de publicidad, y Houellebecq, cuando concede entrevistas, cambia el registro y a menudo da su opinión. Y los que leen luego la novela lo hacen desde esos puntos de vista. Él sabe perfectamente jugar a eso. La polémica da deseo a la gente de comprar el libro, pero el libro es mejor, es mucho más ambiguo. Y hay mucho humor. El humor siempre significa distancia de las cosas. Ese tipo que encuentra perfecto el nuevo poder islámico, con las mujeres dedicadas a la cocina y a abrir las piernas… Dijeron que Houellebecq es islamófobo, pero todo lo contrario: es islamófilo, y de lo más reaccionario. Pero si uno escribe una novela, repito, no es para dar un discurso.
—El del 7 enero de 2015 no fue el primer atentado a su revista, y en Francia, además, han sufrido varios. Después de ellos, ¿la convivencia de una sociedad multicultural como la de su país se ha recrudecido?
Hace más de 30 años que la sociedad francesa está cambiando y la clase política en ningún momento ha preparado a la gente para que pueda entenderlo. Después de la descolonización de los años sesenta empezaron a venir un montón de africanos y árabes para construir nuestras calles y nuestros edificios. Nunca quisieron ver que esa misma gente iba a quedarse y a tener niños, y que eso era parte de la nueva cara de Francia. Hasta muy recientemente esto no existía en la representación nacional y esa parte oculta, esa importante minoría, forma parte de la Francia actual. Lo que ocurre es que, de repente, Francia se ha encontrado con una identidad que no conoce en absoluto. No fue preparada para ello y la culpa de ello la tienen, sobre todo, los políticos, porque son los elegidos para que exista la comunidad nacional de la forma más razonable y realista, y que podamos vivir juntos. No lo hicieron, no tuvieron la valentía de explicar a los franceses blancos que en la Francia de ahora hay ciudadanos franceses árabes y africanos. Ahora ya lo dicen, pero debieron hacerlo hace 30 años y cambiar el sistema para permitir que esa gente pudiera tener acceso a una vida normal.
—A un lustro de lo ocurrido en la redacción de su revista se llevará a cabo el juicio contra los inductores del atentado. ¿Tendrá que ir?
Claro, soy testigo y tendré que ir.
—¿No será muy duro para usted?
No. Me imagino que sólo será aburrido.
—En su libro hay miedo pero no odio.
Así es. No puedo inventar un odio que no tengo. Mi odio tendría que estar dirigido a dos piernas oscuras, que es lo único que vi durante el atentado. Solo vi sus rostros después, pero en los periódicos y en la televisión, y ese es un mundo un poco abstracto que no tiene nada que ver con lo que viví.
—Tampoco es muy dramático. Incluso contiene un punto cómico, como cuando el entonces presidente François Hollande fue a visitarlo al hospital y se preocupó más por la cirujana que lo atendía y no tanto por usted.
El libro es como la vida. Es dramático y es cómico a la vez porque la vida es así. A mí el detalle de la cirujana, muy guapa, a la que Hollande alabó no pocas veces, me dio una cierta alegría. Porque no dejaba de ser un detalle muy vital, algo que hubiera podido decirle a una persona que no estuviera en mi estado. Algunos de mis amigos se indignaron. Pero… por todos es sabido que a Hollande le gustan mucho las mujeres. Y que se fijara en mi cirujana no quiere decir que no fuera muy atento y simpático conmigo. Para mí fue un momento ligero, agradable, en un sitio que no es nada ligero como la habitación de un hospital. Agradecí ese toque de aire fresco.
—En su crónica llama la atención la manera en que se desdobla y parece un personaje muy distinto en cada faceta de su vida.
Es lo que quiero hacer sentir al lector: ese corte entre varias personalidades, esa manera que tiene la vida de reconstruir las raíces que crecen y se entremezclan bajo la tierra y en el subconsciente. La reconstrucción siempre resulta anárquica. Cuando estaba escribiendo no me daba cuenta de eso porque el proyecto resultaba muy sencillo: contar lo que me había pasado, aunque el principio siempre resultó más claro que el final. Al escribir, supe que tenía que hacerlo para saber lo que había vivido. Existen, al menos, tres personajes: el hombre que era antes del atentado, el hombre después del atentado, que está hospitalizado, y el hombre que ha escrito el libro después de eso y que vive en otra situación. Es un trabajo basado en la memoria: las situaciones cambian y el propio escritor ya no es el mismo que aquel que ha vivido el acontecimiento. Es bueno que así sea, porque la escritura pertenece siempre a otro espacio. En el caso concreto de lo que me ha tocado vivir, hubo varios hombres distintos.
—Dice en El colgajo: “¿Qué puede hacer gente que ha dedicado su vida a dibujar y escribir, cuando le pasa algo así? Seguir dibujando y escribiendo. Es el mejor acto de vida que puedes hacer”.
A pesar de lo que me ocurrió, no estoy en contra de las religiones en sí, pero sí del uso de la religión como un poder para fomentar el odio y aislar a una parte de la humanidad. Eso no puede ocurrir. Hay que seguir viviendo. Pero es lo que me preocupa del islamismo, como del racismo o el nacionalismo. Porque ahora estamos en un nuevo contexto, mundializado, y el odio circula como la información y como los plátanos que vienen a Francia desde Perú. Y las malas ideas circulan más que las buenas y todo se complica y pretende ponernos unos contra otros y aislarnos y… luego pasa lo que pasa.
ÁSS