Poeta, narradora, ensayista, dramaturga, catedrática y antologadora, la colombiana Piedad Bonnett (Antioquía, 1951) volvió a México después de ganar en junio pasado el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, apurada por la febril agenda que incluyó la presentación de una nueva antología poética.
Inauguró con la Premio Cervantes 2013, Elena Poniatowska, la Feria Internacional del Libro de Coyoacán (FILCO), que le otorgó la presea Frida Kahlo de las Artes 2025, participó en conversatorios con poetas mexicanas, pero, sobre todo, leyó poemas, poemas y más poemas de su más reciente antología, Lo terrible es el borde (Visor, 2024), lo mismo en el foro Haruki Murakami del encuentro editorial local, que en el Anfiteatro Simón Bolívar del Antiguo Colegio de San Ildefonso de la UNAM.
Autora de una decena de poemarios desde que en 1989 debutó con De círculo y ceniza (UniAndes), entre los cuales Visor también le ha publicado Las herencias (2008), Explicaciones no pedidas (2011) y Los habitados (2017), Bonnett es un caso raro de poeta cuyo volumen de antologías antoja antología.
También trae bajo la manga su más reciente libro autobiográfico, La mujer incierta (Alfaguara, 2024), en tanto confiesa que “yo sigo siendo la mujer incierta, porque nunca se deja de ser lo que fuimos, pero he hecho un camino de reconciliación conmigo, de descubrimiento de mis propios poderes y fuerzas”.
La entrevista con Laberinto se da a pocos metros de la FILCO en el jardín Hidalgo del centro de Coyoacán, donde la madre que cuenta la historia y secuelas del suicidio de su hijo Daniel en Lo que no tiene nombre (2013) es esperada por decenas de sus lectores/as, que acudieron al llamado de su poesía.
Daniel, a quien diagnosticaron con esquizofrenia y se suicidó en Nueva York, está presente en muchos de sus poemas, en sus memorias, en su prosa, en general, y en libros como el que escribió al alimón y con el que compartió tragedia con la poeta y filósofa belga-española Chantal Maillard, Daniel, voces en duelo (Vaso Roto, 2021), cuyo hijo, también Daniel, se suicidó en similares circunstancias que el suyo.
Ambas están incluídas en Rojo-Dolor: Antología de mujeres poetas en torno al dolor (Renacimiento).
Es inevitable hablar con Piedad Bonnett del dolor, como es inevitable hablar con ella de poesía. Para adentrarse en ese mundo donde la cotidianidad es siempre sólida mezcla de ambas, partimos de qué es una antología para una escritora que se maneja anfibiamente en todos los géneros literarios conocidos.
En una escritora como usted, ¿la poesía no es en sí misma una antología de su obra?
La antología es un instrumento que se le proporciona al lector para que conozca todo el registro de un creador y que elija, primero, si le gusta o no; que no es lo mismo que tú vayas a comprar la obra completa y luego te defraude ese poeta. Además, puedes elegir por dónde comenzar a leer a ese autor, por cuál de sus libros, cuál te toca más el corazón. También es una cosa caprichosa, porque yo he hecho antologías personales, como una de las que traes, Los privilegios del olvido (FCE-Colombia, 2008), y ahí te encuentras con eso que el propio creador estima más que otras cosas.
Porque cuando uno escoge sus mismos poemas, sí tiene como muy claro: “Voy a hacer una antología de mis mejores poemas”. Cuando lo hace otra persona, como la que estamos lanzando ahora aquí (Lo terrible es el borde), quedas inerme, es otro el que está mirando tu poesía. Y ahí pueden pasar cosas buenas o no tan buenas; me ha pasado de alguien que hace una antología con los que yo considero mis poemas más buenos, y he tenido de pronto conversaciones con algún antólogo en que le digo: “Pasaste por encima de todos los poemas que yo más aprecio. ¿Por qué no conversamos?”. No quiero que salga una antología, por ejemplo, de los poemas de mi primera obra descuidando todos los de la última. No hay ningún equilibrio. O sea, un antólogo tiene que ser una persona muy responsable, que sepa mirar.
Hay algo curioso entre Los privilegios del olvido y Lo terrible es el borde: en la primera, los libros antologados van del más reciente entonces al primero; en la segunda es al revés. ¿Por qué jugar con el tiempo y su trayectoria con sus poemas antologados en dos diferentes secuencias?
Lo más tradicional fue lo que hizo (Malola Romero Carbonell) en Lo terrible es el borde. Ella va guiando al lector diciéndole: Así comenzó y ahora va en esto. Hice así Los privilegios del olvido porque leí una antología de poemas de Óscar Hahn, que estaba hecha a la inversa. Y yo dije que, bueno, el lector puede mirar en qué va ese poeta, qué es lo que ha descubierto... E ir hacia atrás como, digamos, a su infancia poética. Me parece que es como una aventura distinta. Entonces me decidí por eso.
Pero, en la Poesía reunida que tengo con Lumen (2016), la hice cronológicamente, porque me parecía que una poesía reunida lo que entrega al lector es un proceso: desde que yo tenía 20 años hasta entonces. Se puede jugar con las antologías, que pueden ser también temáticas. Tengo, por ejemplo, la antología Poemas de amor (Freilejón Editores, 2013). Algunas que he hecho yo, otras que hicieron otras personas. Las antologías son un género donde hay un montón de cosas que se pueden discutir.
Pero las antologías, más que incluir, suelen excluir. No obstante, en la Antología de la poesía norteamericana, Ernesto Cardenal y José Coronel Urtecho incluyen guiones de cine, fragmentos de prosa... Usted tiene una prosa llena de poesía, incluso en el dolor. Mi pregunta es: ¿dónde queda su prosa en una antología de poesía de Piedad Bonnett?
Tiendo a dividirlas. Lo terrible es el borde es pura poesía. Mi prosa está muy impregnada de poesía, pero es definitivamente prosa; tiene que ver más con historias secuenciales, hago manejos estructurales muy de acuerdo con mis influencias de lecturas en prosa. Es todo un mundo el mundo de mi prosa. Lo que pasa es que a mí me gustan los escritores, los prosistas, los novelistas, los cuentistas, que tienen aliento poético. Esos son a los que yo más quiero y más aprecio. Me gusta leer una prosa que me otorgue una poesía también. En ese sentido se vinculan las dos. Y también temáticamente, porque sería imposible que yo, como narradora, trate unos temas en la novela y otros en la poesía.
Digamos: yo trabajo la infancia en la poesía y luego necesito contar una historia que tiene que ver con mi infancia, algo que la poesía no alcanza a decir. O a la inversa. Escribo un libro sobre la muerte de Daniel, pero luego necesito escribir un libro con algo más donde aborde esos mismos temas, pero de una manera completamente diferente. Con una, creo que la poesía tiene una intensidad mayor, con un poder de golpe todavía mayor, ¿no es cierto?, que la prosa. Entonces, es un mundo finalmente.
¿No se siente un poco como heterónimos de Fernando Pessoa con tantos géneros que aborda? ¿Son distintas Piedad Bonnett?
Sí. He hecho teatro también. El teatro me permite recrear un mundo más social, más político. El lenguaje de cada género condiciona lo que dices. La poesía tiende más a lo íntimo, o por lo menos en mi caso. La narrativa te permite contar cosas que la poesía solo puede hacer parcialmente. Y el teatro está escrito primero para que otros interpreten eso. Uno es apenas un pequeño pedacito de una cosa gigante que se llama teatro. Y luego el público interpreta eso, y hay un director. Eso es otro mundo.
En su poesía lo cotidiano es relevante: puede hablar de un día de la semana o de cómo preparar un platillo de comida. Eso, diría la gente, es prosaico. ¿Qué es entonces lo cotidiano?
La cotidianidad resulta pesada siempre. La cotidianidad de los seres humanos es pesada en general, sobre todo en estos países pobres en que la gente tiene que lidiar con distancias enormes, con violencia intrafamiliar, con trabajos malos, con falta de oportunidades... En ese solo sentido la cotidianidad ya es un tema que se puede explorar extraordinariamente bien. Pero, también la cotidianidad está llena de belleza. Tú sales a la esquina, ves a la vendedora de flores, ves la luz del día o el poder de la lluvia. La cotidianidad te brinda mucha, mucha, mucha poesía.
Lo que quiero decir es que en estos tiempos prosaicos, porque vivimos tiempos prosaicos donde ya no hay heroicidad ninguna, los héroes han perdido toda la fuerza, somos todos unos antihéroes, eso es una materia prima para la literatura, en general, y para la poesía, en particular. Eso lo descubrí muy temprano, cuando tendría 30 años, y leí a Rosario Castellanos, a Sylvia Plath, a Alejandra Pizarnik. Y me di cuenta que las mujeres, que tenemos un especial trato con la cotidianidad, a través de la comida, del cuidado, de la limpieza, eso se nos asignó siempre, podemos encontrar en la cotidianidad también una vía de trascendencia y una vía de felicidad hasta cierto punto.
A propósito de los héroes, Ana Blandiana ha dicho que los poetas eran vistos como héroes en la Rumania bajo la dictadura comunista, pero ya no más. Dylan Thomas reunía multitudes en sus lecturas públicas. ¿Qué ha pasado con los poetas? ¿Se han alejado del pueblo, de la gente, de la cotidianidad, del lector?
No creo. Como lo vivo yo, no. Durante un tiempo, sí, porque la poesía se volvió tan hermética y tan compleja, que es que ni los maestros ni los padres acercaban a la gente a esa poesía. Fue como un camino que hizo la poesía hacia la oscuridad. Siempre ha habido poetas que son más claros, más entrañables. Lo que yo veo ahora, aquí, cuando salí de hablar se me acercaron 7 u 8 pelados, de 15, 20, 25 años, con los libros de poesía. Mi experiencia, en Colombia sobre todo, es que la gente joven está leyendo mucha poesía, y está haciendo mucha poesía. Y siempre habrá poetas jóvenes. Puede que no sean mayoría en la sociedad, sería absurdo todo el mundo haciendo poesía. Es muy utópico que todo mundo quiera y se enamore de la poesía. Me parece que hay un renacer de la poesía.
Mario Vargas Llosa dijo que los colombianos escriben como dioses. ¿Cómo se siente en la tradición de la poesía en Colombia? La mayoría de los poetas colombianos que se conocen son hombres…
Yo me siento parte de una cadena muy pequeña de mujeres que han hecho poesía en Colombia, con dos o tres nombres importantes, sobre todo en el siglo XX. Por ejemplo, mi antecesora María Mercedes Carranza. No me parezco en nada a ella en lo que hago, pero, de todas maneras, sentí el poder de su poesía. Entonces, me siento parte de una cadena de mujeres que empezamos a ser consideradas al lado de los hombres. Que es que todavía hoy, a un poeta colombiano tú le dices: ¿Cuáles son los poetas más importantes de la poesía colombiana? Y solo menciona a hombres.
Algo pasa que a las mujeres no nos terminan de reconocer. Por más que tengamos públicos muy amplios, vendamos mucho, viajemos por el mundo, tengamos libros en varios idiomas... Entonces, me siento parte como ya de las pioneras. Porque las mujeres ya están escribiendo en mucha mayor proporción y las editoriales les están pagando más bolas, y es eso. Me siento como en el límite de las mujeres que lo hicieron con mucha dificultad, y a mí ya me tocó un momento más propicio. Y ahora pienso que las mujeres tienen más fácil la publicación.
¿Aspira a que haya un cambio radical en la concepción de las poetas en Colombia?
Absolutamente. Pero, de todas maneras, incluso en este momento que hay un auge de lo femenino, eso es una discriminación positiva. Si me dicen a mí que si voy a un país, y yo les digo que no puedo ir: “Necesitamos a otra persona, pero que sea mujer”. No, debe llegar un momento en que se diga: Queremos un buen poeta, lo que sea, pero recomiéndanos un nombre, pero no con estas cosas de reivindicación por reivindicación, que tiene que ser mujer aunque no sea muy buena.
Reivindicación. Y reconciliación. Aborda mucho el dolor en su poesía y, obvio, también en su prosa. ¿La poesía la reconcilia con el dolor? Cuando escucho a alguien leer un poema doloroso me sacude pensar que esa persona está recreando ese dolor del que ha escrito.
Recrear es también distanciar. Cuando escribí ese libro sobre Daniel (Lo que no tiene nombre), me acerqué tanto, con una profundidad tan grande, al dolor, y lo sentí tanto, que de alguna manera eso me permitió distanciarlo. Y la palabra de por sí obliga a un distanciamiento. Porque si tú te sumerges sin distanciamiento, no vas a poder manejar los hilos de lo que estás narrando y emotivamente te vas a descarregar. Vas a caer en sentimentalismos, autocomplacencias, etcétera. Entonces, ese distanciamiento es el que creo que es bastante curativo.
El título de esta nueva antología, tomado del primer verso del poema “En el borde” (Los habitados), ¿no le parece contradictorio con esto que dice? ¿No encontró más dolor en ese borde?
No, porque estoy hablando de Daniel en el borde. Pero yo no estoy al borde del horror. Yo estoy contemplando ese horror, pero desde la serenidad de la palabra, no desde la truculencia, ni desde el dramatismo excesivo. Tengo la contención que no tiene el acto de un suicidio, que es fuerza pura.
En algún poema visita al psicoanalista. ¿Por qué la poeta va al psicoanalista y no al revés?
Porque el psicoanalista al que iba era el de Daniel. Él me iba a revelar cosas de una persona que murió. Era como un esfuerzo tremendo por entender de qué magnitud era ese dolor y cuáles eran las inquietudes que lo perseguían. No porque necesariamente esté buscando mi propio apaciguamiento.
AQ