Nos dicen que los blindajes y los cerrojos vuelven más seguras nuestras casas, pero en esa seguridad acecha una peligrosa claustrofobia. Durante los confinamientos, en la pandemia, averiguaste que puedes sentirte perdida en el lugar que mejor conoces. Que es posible el vértigo sin abismo. Que a veces los ojos se resisten a dormir en la cama acostumbrada. Que las paredes se estrechan y se retuercen, asfixiando la salida. Que de vez en cuando necesitas desalojarte. Un hogar debe tener la puerta abierta por dentro.
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Recluida, pensabas en las cerraduras de las vidas antiguas. Aquellos demócratas atenienses a quienes tanto lees y admiras creían que las mujeres libres debían vivir encerradas en el gineceo. Esas habitaciones propias se adueñaban de ellas, allí dedicaban sus trabajos y días a la crianza, a hilar y tejer. Cuando se les permitía cruzar el umbral, en casos excepcionales, no podían entretenerse por el camino, ni dar rodeos ni pasear. El único pasaporte válido hacia el exterior era una tarea importante o un funeral. Aquel enclaustramiento y la inmovilidad se traducían en pieles pálidas, músculos débiles, salud frágil. Al menos las esclavas eran libres de ir a buscar agua, acudir al mercado o al lavadero. Y las mujeres espartanas, gobernadas por un régimen autoritario, tenían derecho a salir de sus casas y hacer deporte: las querían en forma para engendrar los guerreros invencibles del mañana. Paradójicamente, hace veinticinco siglos una oligarquía militarista era más permisiva con ellas que la madre de todas las democracias. En la delirante Lisístrata, de Aristófanes, un grupo de conspiradoras amas de casa se citan en secreto con las rebeldes espartanas. Andan tramando la más temprana huelga europea de la que hay noticia, una huelga sexual para poner fin a la guerra. Al encontrarse, las mustias y apagadas jóvenes de Atenas contemplan boquiabiertas a sus torneadas cómplices. “Cómo reluce vuestra belleza, guapísimas. Qué buen color lucís, cómo rebosan vitalidad vuestros cuerpos. Podríais estrangular hasta un toro”, dice con gracia Lisístrata. Una de las extranjeras, la atlética Lampito, responde: “Seguro que sí, por los dioses, pues me entreno en el gimnasio y salto dándome en el culo con los talones”. Otra de las esmirriadas atenienses no puede resistirse y tercia: “¡Qué hermosura de tetas tienes!”.
Se hace camino al andar, y quizá por eso convertirnos en andariegas ha sido fruto de una larga conquista. En las epopeyas homéricas, los héroes se desplazaban con zancadas vigorosas —Aquiles es “el de los pies veloces”—, mientras que las mujeres y diosas se asemejaban a tímidas palomas. Un símil poético que subraya sutilmente los pasos cortos y temblorosos de estas aves. Hay un significado latente en la cadencia, la fuerza y la seguridad de nuestro andar: la osadía se expresa con movimientos elásticos, ágiles y afirmativos de los pies, mientras la sumisión toma forma de cepo. Las chinas de pies vendados se veían forzadas a caminar con docilidad y sufrimiento: no solo les menguaban los pies, también se los paraban. Las japonesas debían caminar con breves pisadas, a una humilde distancia del marido. Pero no es necesario mirar tan lejos: en nuestro mundo, los tacones de aguja que hoy calzamos por propia voluntad duelen e impiden correr. Paso a paso, nuestras extremidades han tenido que conquistar su propia libertad de expresión.
Así era en el pasado y así lo hemos vivido en el presente: salir de casa a trabajar, con el tiempo medido y las tareas tasadas, siempre fue un hecho tolerado y negociable. Incluso en momentos de prohibiciones, hemos encontrado pasadizos y atajos. En cambio, como explica Anna María Iglesia en La revolución de las flâneuses, lo revolucionario es que todos y cada una podamos salir sin pedir permiso, sin rumbo fijo ni control —con pájaros en la cabeza, pero no con pasos de paloma—, vistiendo calzado cómodo y dejando el móvil inmóvil en casa. Abrir la puerta y pasear por puro placer es un gesto de libertad que puede transformar la sociedad de pies a cabeza: el modo en que pisamos refleja cómo pensamos.
AQ