Frente al papel de estaño y un torbellino orgánico—
frente a la lechuga que amarillea o pardea
y las infames colillas de la Noche Que Pasó, antes
de tirar la basura conviene
mirar el mundo con una paz de atardeceres
y una dulzura de adagios, rodeándose una o uno,
de ser posible, con los perfumes de la serenidad
y los acentos de un noble impulso evangélico, entender
con franciscanismo que la materia así depositada
(pues debe ser depositada, no arrojada) es,
sí, mal que nos pese, nuestra también, y que el hecho
de desecharla o sacarla de la Casa
no significa nada, nada, nada—
pues seguirá en el mismo planeta donde padecemos
con esta materia nuestra, el cuerpo, las lágrimas,
las manos extendidas y abiertas
que alguna vez serán basura y no deberán ser arrojados
sino depositados otra vez en el mundo
para las celebraciones, las mutaciones, la maravilla
de ser, aun en el fondo de los basurales.
AQ