Recuerdo
el primer blues que oí en la radio.
Mi padre me pidió que apagara
ese quintero de gatos maullando.
Una armónica subió las escalas
y salió por el balcón
a recorrer los techos del vecindario.
Jam Session
dijo el locutor que se llamaba
esa manera de hacer una música
más pensante que pensada.
50 años después entro
a un taller de mecánica de Alabama:
un grupo de hombres negros
toca un blues para banjo y chatarra.
Es un momento sacro
como entrar a una iglesia
y ser feligrés de uno mismo.
El blues me descubre que guardo en mí
restos de una catacumba
de algún dios malherido.
Como un jam sesión,
así quisiera mis poemas.
AQ