Los ventanales de este lugar inician a la altura de mi rodilla y terminan centímetros antes de llegar al techo. Afuera todo es engañoso. Adentro una luz ahuesada cae sobre las cosas con la delicadeza del manto que cubre a una virgen. Nada envejece salvo yo. Detrás de los ventanales se aprecia una aldea portuaria. En ocasiones es la calle Harajuku que desemboca en una pagoda a los pies de la luna. La cuestión es que el paisaje insiste en cambiar apenas levanto la mirada. El mesero está de espaldas vertiendo leche en un cuenco y aquellos dos clientes recargados en la barra insisten en portar el rostro como una fotografía mal enfocada. Me vuelvo nuevamente hacia afuera y esta vez alguien se acerca y me llama tras el cristal empapado por la lluvia; su cabeza es el enorme ojo de una ballena que agita las aguas profundas de la noche y desaparece.
El libro completo puede leerse aquí.
AQ