Vuelve la niña que cruza la sala de su abuela,
el cerco de miradas, de luto —ella,
la que rehúye al rastro
de un arameo oscuro, un brazo
dislocado, un cabello hirsuto.
Volteando y corriendo a trechos entre muebles sin gesto,
con hilos de oro
la muerte
no se echa en el sillón.
Sola
entre peldaños de mármol
tirita en la sala
y asume lo irreversible:
volver al jardín por la tarde,
abrazarse entre arbustos,
quemar la base,
y esperar veinte años para decir
un dos tres por mí.
AQ