I
El patio trasero de la casa de mi Abuela
era mi refugio y cobijo.
Una higuera se extendía infinita, al centro.
Los frutos brotaban una, dos veces al año
y los recogíamos, gustosos, con una cubeta.
Pero, lo que realmente amaba era la forma de sus hojas,
que parecían una mano pero mayor,
una mano adulta. La ponía sobre mis palmas de niña,
comparando el tamaño, guardándome en ella,
como algo que al fin me contenía.
Una savia blanca y pegajosa sobre la piel,
una suerte de dulzura o miel se escurría,
y entonces, yo también era higuera derramada
aunque los frutos, los sigo esperando.
II
Hágase el ungüento de los días,
cuando en el Génesis todo se creaba,
pronunciándolo.
En ese sazón tuyo, Abuela,
de llenar de condimento y ternura
esa savia infinita de mi infancia,
que tu casa era abrigo y arrullo,
era mi tabla de salvación,
cuando quería salir corriendo de la vecindad
hacia tus brazos, hacia tu higuera,
y tomar tu mano como una oración,
que se me ofrecía, infinita,
entre los cabellos.
III
Hecho de la humedad de aquellos días
en que mi luna está en su pico más alto,
mis abuelas, con su tacto encogido,
sus manos arrugadas y transparentes,
me han bordado meticulosamente un peplo,
un vestido hecho de espuma,
una tela como caminar sobre las olas,
esa túnica que, al fin, me deshaga a mordidas,
el pescador que me sueña.
IV
En esta lengua no existe la muerte,
solo el amuleto que me colocó la Abuela bajo la lengua,
como un escarabajo egipcio que desciende
entre los pliegues, como la promesa
de la nueva escritura que me habita,
en el manar de una nomenclatura
inagotable, una higuera derramada,
un silencio casi posible,
mi palabra:
poesía.
AQ