En Los trabajos y los días hay un tono siniestro que recorre el poema. Es un claroscuro, porque no deja de presentarse la vida pacífica y productiva como resultado del cultivo de la tierra, pero no deja de ser una ventaja posible, mientras que el peligro es constante. Y no es solamente que el poema se presenta como una carta y encargo de Hesíodo a su desobligado y perezoso hermano Perses. El mundo que habita Hesíodo es muy distinto. La naturaleza está poblada de fuerzas que odian al ser humano y de dioses ambiguos, que tan pronto salvan como, final y fatalmente, destruyen.
- Te recomendamos Maria Callas maldijo a México, pero hizo una gran carrera en el país: Érick Zermeño Laberinto
El campo (agrós) tiene una relación tensa con lo agreste (agróteros), distinguible solamente por el trabajo constante de desyerbar, rastrillar, arar, aplanar, que no son una mera labor de limpieza sino un ritual propiciatorio de pacificación. La parcela propia se obtuvo en contra de la voluntad de las fuerzas primigenias y requiere la renovada ritualidad que le permite al humano ocupar ese lugar. Cultivar la propia tierra es una responsabilidad múltiple, con la familia, con los vecinos, pero, sobre todo con los dioses antiguos: esos a los que se refería Antígona, no a los dioses modernos del Olimpo, con excepción de la silvestre Artemisa.
Dice Jean Pierre Vernant que los antiguos calificaban a Artemisa de xénê, extranjera, y que el término “no se refiere a su origen no griego como, al igual que en el caso de Dioniso, a la foraneidad de la diosa, a su distancia de los demás dioses, a la alteridad que representa” (en La muerte en los ojos, Gedisa).
La cultura es, en Hesíodo, una lucha en contra de la naturaleza, pero no es una guerra sino una forma del acatamiento y el rito: pertenece a la especie humana solamente aquello que pueda cultivar.
Los trabajos y los días se ha fechado entre el siglo VIII y el VII a.C. y se discute si es anterior o contemporáneo de Homero. Cosa de expertos. Como lector curioso, solamente digo que en la antigua literatura griega, las frutas son escasas y en general aparecen como privilegio o regalo de los dioses, y no como acontecimiento cotidiano.
Seis siglos después, en Italia, las frutas son la cosa más común. Virgilio inicia sus Geórgicas (literalmente, “campesinas”) con una alusión a Hesíodo, pero parece ni siquiera atisbar el costado ritual del cultivo. Para él, el agro perdió su presencia siniestra y el sentido del ritual. No escribe una obra religiosa sino un manual de operaciones agrícolas. El primer libro es técnico; el segundo, sobre el cultivo de los árboles frutales; el tercero sobre el ganado y, el más famoso, la IV geórgica, sobre las abejas. Poemas largos, muy prolijos, pero en ningún momento parecen tocados por el temor.
Está claro, porque lo dice, que Virgilio sigue una línea puesta por Mecenas y Augusto: después de tanta guerra, había que pacificar a Roma y volver a las labores productivas. Y la paz es quizá el objetivo más constante de Virgilio: «Mas tu misión, recuerda tú, romano: / regir a las naciones con tu imperio, / (ésas tus artes) imponer al mundo / el uso de la paz, darla al vencido, / y arrollar al soberbio que la estorbe» (Eneida. VI 851-853, traducción de Espinosa Pólit).
Nosotros habitamos un mundo todavía virgiliano: no tememos lo agreste. Fueron muchos siglos desde la domesticación de los granos (¿ocho mil años?) hasta la desaparición de las fuerzas que combaten la vida humana. Llevamos apenas dos mil años desde Virgilio. Dejó de existir el costado ominoso, salvo por la historia sagrada del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, su fruto prohibido y la curiosa manzana. En el latín de Virgilio, nadie confundía una vocal corta con una larga: malus significa “malo, mal”, y mâlus, con vocal larga: “manzana”. La confusión vino con el latín pobre de la Edad Media y quedó fijada por la pintura renacentista. Hesíodo y Homero podían temer la presencia de una manzana (mélas, en griego): las lejanísimas Hespérides o la Discordia la hacían peligrosa. Pero ya nadie se atemoriza con una manzana ni con cultivo alguno. De hecho, el mundo ha evolucionado bajo aquel inventario virgiliano y, cada vez más, asumido que todo en la Tierra es propiedad de aquel ser que fue tolerado por los dioses y fuerzas antiguos.
Tal vez el ecologismo de nuestros días requiera la renovación de Hesíodo, descubrir con temor la naturaleza, pero desde el lado inverso: no los dioses que odian al hombre sino los hombres que odian a los dioses.
AQ