Mi padre vino en sueños cuando pensé
que atrás había quedado su presencia borrosa de alquitrán
(ha envejecido, no reconoce las monedas de su rostro).
Tres veces me llamaba por mi nombre, a lo lejos
Me volví hacia la mancha de rencor
solo hasta que el polvo enfermó mis palabras.
¿Qué quieres?, pregunté, desde el orgullo inmóvil
que picotea la adolescencia en las espigas de la tarde.
Levantó su mano derecha, llagada y tumefacta:
mira, dijo. Y yo, sin detenerme,
con el asco adentrándose en la culpa: la vida es lo que cobra.
Me alejé, aunque él seguía gritándome.
Mi nombre en su voz llamando al miedo, igual que cuando niño.
Despierto a la tristeza. Es madrugada. En la calle
un perro ladra al túnel de diciembre,
su frío inventa un poste fatigado por la bruma.
Vienen a mí tres anécdotas en las que el dolor
borra la mano de mi padre.
La primera me la contó una hermana, hace años:
mi papá pretendió a una muchacha que pasaba a diario
frente a nuestra casa, hacia el molino, su nixtamal al hombro,
y a ella la cortejaba un peón a quien parecía corresponder.
Fueron la misma edad, las mismas ambiciones:
misa de siete, domingos, un pedazo de pan sobre los surcos.
Mi padre no pudo convencer a la muchacha de escaparse con él
y acuchilló al joven campesino. Después se perdió en el monte, iba
de un despoblado a otro, recuperando el fuego junto al río de la noche.
Eso explica su permanente ausencia del hogar,
sus regresos violentos una mañana cualquiera
al patio en el que jugábamos sus hijos.
(Secretos que guardan los adultos
y que uno llega a comprender cuando ya no importan).
Mi padre acuchilló y estaba prófugo, eso es todo.
La segunda anécdota la escuché varias veces
en los labios temblorosos de un alcohólico: mi hermano.
Un día, cuando su pie cruzaba los maderos de la infancia,
lo mandaron a vender plátanos al pueblo.
No tuvo suerte, nadie compró,
a pesar del hermoso amarillo de los frutos
y de la dulce voz que pregonaba
su timidez de barro por las calles.
La ira de mi padre es una mano abierta.
Al ver los racimos intactos,
toma un mecate y hace un nudo corredizo
que ciñe bajo los brazos del niño:
lo cuelga de la rama alta de un mango durante horas, todo el día
o tal vez toda la noche, eso escapa de mi memoria.
Y quizá no es necesario saberlo.
De un árbol que entrega dulces frutos puede pender el llanto
y también el miedo de la mujer que observa, sin moverse,
el desamparo de su hijo.
(En silenciosa espina mi hermano soportó el castigo,
pero su boca maduró un fracaso que le muerde el hígado hasta hoy).
La tercera anécdota es un niño sin rostro
en una fotografía del patio familiar:
doce, el número que fuimos, los hermanos
por debajo de las tejas,
sus horcones, una casa hecha de lodo
con sus ramas y los huesos
rompen bosques hacia el hambre.
Yo llegué tarde, anochecía.
Número once me tocó.
Y fuimos doce, antes del cuento que enceniza,
antes del llanto de mamá, de su congoja
como pan duro en los cajones del domingo.
Escuché tanto aquella historia
que mucho la he olvidado. Cuando supe de la vida,
cuando en raíz ya andaba por las ramas de los mangos,
trepando el aire con su pulpa,
faltaba uno de nosotros.
Una historia sencilla porque ocurre
en los oídos de la infancia.
No conocí su rostro ni su voz
que se aleja de este cuento
y de los cuentos que encontré junto al brasero.
Mamá lloraba por las noches
(llanto bajito en el pabilo, vela apagando su ternura).
Antes del alba, el resuello de los pájaros
pide el calor de los tizones.
Lo contó hermana, lo contó hermano, lo contó madre.
Es la historia más común de mi niñez:
Un matrimonio vino al pueblo.
Parecían tristes, arcilla estéril sin los hijos donde el aire
se deshuesa por los muros.
De la ciudad, tantos kilómetros buscaban.
Dinero que se pone en una mano
para hundir las oraciones.
Gestos amables y en la boca
palabras dulces pero extrañas.
Olían a fronda de los ríos, a lluvia blanca entre jazmines.
Acompañados de mi padre fueron a casa, hicieron trato:
un niño, eso querían. El hijo que la fe no concedió
para decir familia, para sentarse tres en la abundancia.
Mi madre tiembla en un rincón de la cocina,
no logra hablar (de tanto ser golpeada por su esposo
era silencio).
Dijeron que con ellos el muchacho iría mejor,
que educación, comida, buena ropa. (La palabra futuro
atiza los fogones donde el barro ennegrece).
Luego llamaron a mi hermano, cuyo nombre
vierte hoy puños de tierra
en la vergüenza de los labios.
Pusieron en su oreja un montón de juguetes:
carritos, balones, bicicletas.
Le dijeron que podría volver cuando quisiera.
Que aceptara porque allá lo tendrás todo,
aunque él, mi hermano,
no podía decidir, eso ya estaba echado
como un peso con las caras iguales
resbalando por la mugre de su rostro.
Se despiden aprisa. Sonríe el niño emocionado
por la primera vez viajando en coche.
Nunca volvieron. (Me pregunto si ese hermano
al pensar en familia nos pensaba a nosotros).
Como plegaria ocurre
el llanto débil de mamá:
con los años de velas apagándose
el duelo se hizo cáncer en su pecho,
el vacío se llenó con un tumor
que hablaba en sus pulmones.
Y en su oficio de muerte,
antes de irse a dormir —es mediodía—,
aún nos preguntaba por el hijo faltante.
AQ