"La mano derecha de mi padre", de Ibán de León

Poesía

El siguiente es el primer capítulo de 'Un solar es la noche', libro ganador del XXXII Premio Nacional de Poesía “Ydalio Huerta Escalante 2023”, publicado por Editorial Garabatos-MamboRock.

Portada de 'Un solar es la noche', de Ibán de León. (Cortesía)
Laberinto
Ciudad de México /

Mi padre vino en sueños cuando pensé

que atrás había quedado su presencia borrosa de alquitrán

(ha envejecido, no reconoce las monedas de su rostro).

Tres veces me llamaba por mi nombre, a lo lejos

Me volví hacia la mancha de rencor

solo hasta que el polvo enfermó mis palabras.

¿Qué quieres?, pregunté, desde el orgullo inmóvil

que picotea la adolescencia en las espigas de la tarde.

Levantó su mano derecha, llagada y tumefacta:

mira, dijo. Y yo, sin detenerme,

con el asco adentrándose en la culpa: la vida es lo que cobra.

Me alejé, aunque él seguía gritándome.

Mi nombre en su voz llamando al miedo, igual que cuando niño.


Despierto a la tristeza. Es madrugada. En la calle

un perro ladra al túnel de diciembre,

su frío inventa un poste fatigado por la bruma.


Vienen a mí tres anécdotas en las que el dolor

borra la mano de mi padre.


La primera me la contó una hermana, hace años:

mi papá pretendió a una muchacha que pasaba a diario

frente a nuestra casa, hacia el molino, su nixtamal al hombro,

y a ella la cortejaba un peón a quien parecía corresponder.

Fueron la misma edad, las mismas ambiciones:

misa de siete, domingos, un pedazo de pan sobre los surcos.


Mi padre no pudo convencer a la muchacha de escaparse con él

y acuchilló al joven campesino. Después se perdió en el monte, iba

de un despoblado a otro, recuperando el fuego junto al río de la noche.

Eso explica su permanente ausencia del hogar,

sus regresos violentos una mañana cualquiera

al patio en el que jugábamos sus hijos.


(Secretos que guardan los adultos

y que uno llega a comprender cuando ya no importan).


Mi padre acuchilló y estaba prófugo, eso es todo.


La segunda anécdota la escuché varias veces

en los labios temblorosos de un alcohólico: mi hermano.

Un día, cuando su pie cruzaba los maderos de la infancia,

lo mandaron a vender plátanos al pueblo.


No tuvo suerte, nadie compró,

a pesar del hermoso amarillo de los frutos

y de la dulce voz que pregonaba

su timidez de barro por las calles.


La ira de mi padre es una mano abierta.


Al ver los racimos intactos,

toma un mecate y hace un nudo corredizo

que ciñe bajo los brazos del niño:

lo cuelga de la rama alta de un mango durante horas, todo el día

o tal vez toda la noche, eso escapa de mi memoria.

Y quizá no es necesario saberlo.

De un árbol que entrega dulces frutos puede pender el llanto

y también el miedo de la mujer que observa, sin moverse,

el desamparo de su hijo.


(En silenciosa espina mi hermano soportó el castigo,

pero su boca maduró un fracaso que le muerde el hígado hasta hoy).


La tercera anécdota es un niño sin rostro

en una fotografía del patio familiar:


doce, el número que fuimos, los hermanos

por debajo de las tejas,

sus horcones, una casa hecha de lodo

con sus ramas y los huesos

rompen bosques hacia el hambre.


Yo llegué tarde, anochecía.

Número once me tocó.

Y fuimos doce, antes del cuento que enceniza,

antes del llanto de mamá, de su congoja

como pan duro en los cajones del domingo.

Escuché tanto aquella historia

que mucho la he olvidado. Cuando supe de la vida,

cuando en raíz ya andaba por las ramas de los mangos,

trepando el aire con su pulpa,

faltaba uno de nosotros.


Una historia sencilla porque ocurre

en los oídos de la infancia.


No conocí su rostro ni su voz

que se aleja de este cuento

y de los cuentos que encontré junto al brasero.


Mamá lloraba por las noches

(llanto bajito en el pabilo, vela apagando su ternura).

Antes del alba, el resuello de los pájaros

pide el calor de los tizones.

Lo contó hermana, lo contó hermano, lo contó madre.

Es la historia más común de mi niñez:


Un matrimonio vino al pueblo.

Parecían tristes, arcilla estéril sin los hijos donde el aire

se deshuesa por los muros.

De la ciudad, tantos kilómetros buscaban.

Dinero que se pone en una mano

para hundir las oraciones.

Gestos amables y en la boca

palabras dulces pero extrañas.

Olían a fronda de los ríos, a lluvia blanca entre jazmines.

Acompañados de mi padre fueron a casa, hicieron trato:

un niño, eso querían. El hijo que la fe no concedió

para decir familia, para sentarse tres en la abundancia.


Mi madre tiembla en un rincón de la cocina,

no logra hablar (de tanto ser golpeada por su esposo

era silencio).


Dijeron que con ellos el muchacho iría mejor,

que educación, comida, buena ropa. (La palabra futuro

atiza los fogones donde el barro ennegrece).

Luego llamaron a mi hermano, cuyo nombre

vierte hoy puños de tierra

en la vergüenza de los labios.

Pusieron en su oreja un montón de juguetes:

carritos, balones, bicicletas.

Le dijeron que podría volver cuando quisiera.

Que aceptara porque allá lo tendrás todo,

aunque él, mi hermano,

no podía decidir, eso ya estaba echado

como un peso con las caras iguales

resbalando por la mugre de su rostro.


Se despiden aprisa. Sonríe el niño emocionado

por la primera vez viajando en coche.

Nunca volvieron. (Me pregunto si ese hermano

al pensar en familia nos pensaba a nosotros).


Como plegaria ocurre

el llanto débil de mamá:

con los años de velas apagándose

el duelo se hizo cáncer en su pecho,

el vacío se llenó con un tumor

que hablaba en sus pulmones.

Y en su oficio de muerte,

antes de irse a dormir —es mediodía—,

aún nos preguntaba por el hijo faltante.


AQ

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