Poggio, Greenblatt y los atomistas

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El azar, según la ciencia moderna, rige al universo. Fue también por azar que un cazador de libros inauguró el Renacimiento al redescubrir al filósofo que propuso esta idea desde la antigüedad.

Stephen Greenblatt, historiador y escritor. (Revista Santiago)
Julio Hubard
Ciudad de México /

De pronto, por allá de los primeros 1400, entre pueblos y ciudades del Norte de Europa, un señor raro iba buscando libros. Raro, porque vestía con decoro pero sin lujo ni colgajos que señalaran señorío alguno. No pertenecía a guildas ni gremios, de modo que tampoco llevaba signos de oficio alguno. Sus manos no eran rudas sino finas; es decir, no era ni guerrero, ni herrero, afilador o tintorero; pero tampoco parecía ni músico ni monje. Y no hablaba más que italiano o latín y podía reconocer la escritura griega. Se llamaba Poggio Bracciolini y nadie reconocía su oficio porque, de hecho, no lo tenía: era un empleado (de los Medici), un señor que no pertenece a nada ni nadie, ni suficientemente rico para ser dueño de tierras y personas. Vendía un trabajo, y consistía en recorrer monasterios, abadías, algún palacio, en busca de los libros más antiguos que pudiera hallar, justo aquellos que los letrados de sus días hallaban indescifrables, por la caligrafía, o por la sintaxis de aquel latín que ya nadie entendía.

Es verdad que la Edad Media tuvo al latín como lengua unificadora, pero entre el latín de Tomás de Aquino y el de Cicerón había una distancia mayor que la que podemos hallar entre nuestro español y el castellano del poema del Cid.

Poggio adquirió, por compra, regalo o robo, una cantidad inmensa de manuscritos antiguos, incluyendo la única copia completa de las Instituciones Oratorias de Quintiliano, discursos de Cicerón, la obra de los dos grandes historiadores de la decadencia romana: Vegecio y Amiano Marcelino, y lo principal: la última copia existente del De rerum natura (“Sobre la naturaleza de las cosas”, o “De la naturaleza”), el gran poema filosófico de Lucrecio.


Retrato de Poggio Bracciolini en una capital iluminada de De varietate fortunae.


Sobre este señor es que Stephen Greenblatt ha escrito un libro magnífico: The Swerve: How the Renaissance Began (en español, editorial Crítica lo publicó con el título de El giro: de cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el Mundo Moderno). Su calidad de escritor, crítico e historiador de la literatura está más que reconocida, pero quizá éste sea, de los suyos, mi preferido, porque añade una faceta de narrador capaz de tensar suspensos y misterios. Casi como novela, con un dejo de Umberto Eco, inicia con ese hombre peculiar que despierta suspicacias provincianas, y mientras lo describe a él, muestra en detalle el gran cambio cultural que se avecinaba, justo en sus inicios.

Y sí: el Renacimiento inicia como una cacería de libros. Los mismos Medici habían empleado a otro scout, pero experto en las cosas griegas: Manuel Crisoloras, que apenas tiene una pasajera mención de Greenblatt, pero fue tan importante como Poggio.

El hallazgo del manuscrito de Lucrecio no es el de un tesoro antiguo sino la invocación del demonio: atomista y ateo, imposible de refutar porque no es una crítica al cristianismo, ni a la jerarquía lógica de Occidente, ni porque fuera mordaz o contrario a la tradición. Nada de eso sino algo peor: Lucrecio, como sus orígenes en Demócrito y, sobre todo, en Epicuro, simplemente afirma que la materia y la existencia toda surge por un clinamen (parénklisis, en griego); es decir: un giro, o viraje en las partículas originales, los átomos que, dado ese clinamen, cambian su caída uniforme y chocan con otros átomos y así se va formando la materia: por choques, aglomeraciones, por atracción y repulsión...

Los atomistas han sido una especie de bárbaros nomádicos, que no habían dejado tradición, pero cuando aparecían, derruían o dejaban muy endeble la orgullosa arquitectura de la jerarquía lógica. No parecían ser parte de la tradición occidental, heredera de un principio singular, necesario y suficiente, como fuente y origen de todo lo demás. Adoradores del Uno fueron Plotino y Porfirio, el gran organizador de la lógica, y compilador el Organon de Aristóteles, las Eneadas y a quien debemos el esquema de razonamiento de los silogismos concatenados de modo secuencial. Eso que llamamos “árbol de Porfirio” y que la tradición cristiana recuperó para empatar la jerarquía divina con la del razonamiento.

Con aquellos ateos se podía pelear y se les podía condenar. Pero un atomista ni siquiera necesita un principio; le bastan el caos y el azar. Greenblatt ha escrito un formidable libro de narración, historia, crítica literaria... solamente una cosa dejó fuera: aquellos inciviles atomistas son la explicación más viva de la ciencia actual: el universo es hijo del caos y el azar.

AQ

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