La convivencia entre gobierno y prensa no ha sido cordial en ninguna época ni en ningún país, eso nadie lo ignora, como tampoco nadie tiene tanta fe como para poner en duda de que a los gobiernos les irrita la denuncia, la discrepancia o la crítica, y que detestan a la caprichosa, elástica opinión pública. Eso en cuanto a regímenes moderados, los fascismos, las dictaduras no lidian con empresas ni periodistas, los aniquilan. No obstante, en ocasiones un gobierno también puede enfrentar los embates del Cuarto poder cuando se colude o está al servicio de ciertos intereses, o bien, el propio gobierno puede representar esos intereses y seducir a la prensa con prebendas, y lo que hoy se tilda como fake news consigue opacar los genuinos logros o avances de una administración, en el primero de los casos, o pulimentar, enmascarar sus deficiencias y fracasos, en el segundo. Entonces surge esa curiosa patología bipolar del Cuarto poder: entre la prensa oficialista y la prensa antagónica, se torna complicado distinguir con exactitud a cuál de las dos le queda la etiqueta de “prensa vendida”, pues lo que se empaña es la información veraz en la lucha mediática por difundir un relato cierto o falso del régimen en turno. Sin embargo, al que menos le corresponde esa tarea es al gobierno. La narrativa de sus éxitos, el cumplimiento de promesas, la eficacia de sus decisiones o los engaños, chascos y desastres se exponen por sí solos, día con día los percibe el ciudadano en carne propia.
En México, la relación gobierno-prensa es de intolerancia mutua, aunque quien siempre gana es el primero. A los segundos sólo les queda convertirse en mártires o vendedores de silencio (esa estirpe fundada por Carlos Denegri, al principio en forma de sobornos, como recrea la espléndida novela de Enrique Serna, y después como beneficios o canonjías que la vox populi refiere con los pintorescos epítetos de embute y chayote). Del “no pago para que me peguen” que espetó José López-Portillo, cuando alardeó del manejo discrecional de los dineros para propaganda gubernamental, a la fórmula de la felicidad de Vicente Fox (no leer periódicos), o el “ya sé que ustedes no aplauden” con que Enrique Peña Nieto reprochó a los reporteros, la sección “¿Quién es quién en las mentiras?” en la mañanera de Palacio Nacional, no sólo confirma la acritud del trato entre los dos poderes y lo irreconciliable de sus narrativas, sino lo vano de una batalla desigual: si la 4T ha aprovechado, como ningún otro gobierno, plataformas como Notimex y las televisoras culturales del Estado para apuntalar sus acciones y discurso o contrarrestar a los que considera los adversarios (para muestra, está la emisión paradójicamente llamada “De buena fe”, diseñada y conducida por militantes y ex militantes de Morena que transmite Canal Once), y si la mañanera se presume un ejercicio informativo cotidiano en cadena nacional, ¿es necesario escarnecer, que no exhibir, e incriminar, que no desmentir, a periodistas que disienten de las verdades oficiales?
No todos atienden los noticieros de Carlos Loret de Mola, Joaquín López-Dóriga o de Ciro Gómez Leyva, no todos leen a Héctor de Mauleón o a Raymundo Riva Palacio, esos bribones según Palacio Nacional, pero de la mañanera todos se enteran: lo que ahí se dice queda registrado y se difunde a través del Cuarto poder.
Quizá, los asesores del Presidente creen que los periodistas y los medios son los causantes del descalabro electoral, digamos, en la Ciudad de México. Su cortedad de miras les nubló el recuerdo del apoyo ciudadano en el lamentable episodio del desafuero (a pesar de los embates de Los Pinos y, sí, los golpes en algunos medios), y sobre todo, les borró aquella memorable despedida de López Obrador como Jefe de Gobierno en un Zócalo atestado, curiosamente, por chilangos de clase media. Pero la culpa es de los otros, por eso hay que vilipendiar a los bellacos del Cuarto poder.
AQ