Existen poco casos —que yo sepa—
de Premios Nobel otorgados
a un padre y a un hijo.
Y todas estas excepciones
provienen del medio científico.
El caso más reciente es el del químico
Roger Kornberg, cuyo padre,
el bioquímico Arthur Kornberg,
recibió el galardón casi medio siglo antes.
“La vida es química: nada más
y nada menos —repite una y otra vez
el investigador de la Universidad de Stanford—
y el funcionamiento del cerebro
se comprende tan poco que se tiende a asociarlo
con toda clase de significados mágicos o místicos…
pero para la química el cerebro
es una colección de cables e interruptores”.
Muy bien. Propongo el siguiente experimento
(y conste que yo también soy químico):
Hay que proveer a Kornberg y su equipo
de destacados investigadores en California,
una cantidad suficiente de carbono,
hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo, etc.,
así como ingentes sumas de dinero
instalaciones y tiempo suficiente,
para que hagan su trabajo de laboratorio
y se compruebe el mysterium tremendum:
Todo es química.
Sentémonos a esperar entonces
algo igual —o mejor aún: superior—
a La adoración del Cordero Místico
de los hermanos Van Eyck,
o al Arte de la fuga de Bach.
O, para el caso, a un padre
y un hijo más agudos, talentosos e inteligentes
que Arthur y Roger Kornberg.
AQ