Somos seres opinadores y, en el frenesí de comentarlo todo, es fácil precipitarse por la rampa tramposa de la generalización apresurada. Las fotos veraniegas de las redes nos convencen de que todos los demás son más felices. La rabieta de un niño conduce a sermonear sobre los padres que ya no educan a sus hijos, y de ahí al declive de la familia hay un solo paso. Nada más tentador que convertir casos aislados en causa general. Este mundo de urgencias y apocalipsis otorga más credibilidad a las afirmaciones simplificadas, contundentes y sin fisuras, incluso vociferantes, como si fuesen prueba de conocimiento y capacidad de liderazgo, mientras ignora a quienes tienen el valor de compartir sus perplejidades. Olvidamos que, a veces, las cataratas de certezas brotan de los labios más intransigentes. Mafalda nos advirtió del peligro: “El problema de las mentes cerradas es que siempre tienen la boca abierta”.
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Los filósofos escépticos de la antigua Grecia se empeñaron en combatir esas resbaladizas creencias. Invitaban a cultivar la duda, y defendían con valentía los matices y las ambigüedades. Por supuesto, animaban a actuar razonablemente, pero sin jactarse de tener la razón. Afirmar siempre con cautela. “No digas ‘así es’, sino ‘me parece que es’; di ‘siento frío’, en lugar de ‘hace frío’, porque otro podría tener calor”, escribió un sabio griego, anticipando las batallas campales por la temperatura del aire acondicionado en las oficinas. La palabra “escéptico” no significaba en origen nada semejante a descreído o cínico. En griego skepsis aludía a una investigación, a la observación y el examen a fondo de cada asunto. Entre los extremos del dogmatismo y el relativismo, hay una senda menos transitada: aspirar a saber más y mejor, con prudencia y cuidado, sin complacencia ni credulidad. Revisar y repensar incluso las verdades más blindadas. Ambiciosa utopía para escépticos.
El fundador de esta escuela, Pirrón, “carecía de fama, era pobre y pintor”. Se enroló en la expedición de Alejandro Magno y conversó con los yoguis indios —gimnosofistas hindúes o “filósofos desnudos”— milenios antes de nuestra fascinación contemporánea por el yoga. También se codeó con los magos iranios, sacerdotes del zoroastrismo. “De ahí parece provenir su muy noble manera de filosofar”, escribió el historiador Diógenes Laercio. Al entrar en contacto con otras culturas e ideas, fue capaz de poner en duda sus propias convicciones. Se declaró partidario de una vida sencilla y apacible, sin arrojar juicios como piedras a diestra y siniestra. Decidió dedicar su vida a demostrar que nada se puede demostrar. No escribió ni una línea, posiblemente para evitar la tentación de dogmatizar. Por suerte tuvo un seguidor menos escrupuloso, Timón, que anotó sus enseñanzas: gracias a él, sobrevivieron al olvido.
Pirrón aspiraba a combatir los dogmas para liberar a la humanidad de la inquietud, la hostilidad y el conflicto. En la duda infinita, pretendía encontrar entereza, clarividencia y sosiego. Afirma su biografía que “tuvo muchos seguidores, por su tranquilidad”. Al volver a Grecia tras luchar en las tropas de Alejandro Magno, compartió un humilde hogar con su hermana matrona —el problema de la vivienda también era asfixiante para los filósofos precarios de la época—. Otro pensador, Sócrates, hijo de la partera Fenareta, conoció de cerca la labor de una comadrona. En el diálogo Teeteto, Sócrates dijo ejercer el mismo oficio que su madre, y bautizó a su método como “mayéutica”, es decir, ayudar a dar a luz, asistir en el parto: “Los que conversan conmigo nada aprenden de mí, sino que encuentran en sí mismos bellos conocimientos, que yo solo ayudé a concebir y alumbrar”. Sócrates y Pirrón, adalides de la duda, convivieron con mujeres cuidadoras y dedicaron sus esfuerzos intelectuales a engendrar una filosofía sanadora. Recalca su biógrafo Diógenes Laercio que Pirrón limpiaba la casa, algo muy inhabitual en la época. Además, alcanzó los noventa años, edad poco frecuente. Quizá vivan más años los hombres que se ocupan de las tareas domésticas, si me permiten la generalización apresurada.
En nuestra —poco higiénica— aldea mediática de titulares histéricos, condenas instantáneas y afirmaciones rocosas, podría ser útil recuperar esta herencia. Un toque de pirronismo nos ayudaría a entender que no vemos el mundo como es, sino como somos. Está comprobado que tendemos a creer las informaciones que afianzan nuestras convicciones —por infundadas que parezcan— y a cuestionar los datos que las rebaten —por sólidos que sean—. En psicología lo denominan “sesgo de confirmación”, y documentan que se produce en todo el espectro ideológico, incluso entre quienes se enorgullecen de poseer una mente abierta y un insobornable sentido crítico. Más que el famoso “ver para creer”, parece que se trata de creer para ver.
Modos de ver fue el título de un programa que sacudió la historia mundial de la televisión. En 1972, un joven y pelilargo John Berger, con cierto aire de filósofo griego callejero, lanzó un discurso poco convencional sobre el arte. Aconsejó al público de la BBC buscar en los museos, más allá del aura de misterio y religiosidad que impregna las obras expuestas, el discurso agazapado del poder. Advirtió que todas las imágenes incorporan los sesgos, prejuicios y manipulaciones de su tiempo y, por eso, la mirada nunca debería renunciar a su potencia crítica. El libro que recopila aquellas reflexiones se ha convertido en un clásico, estudiado en grados de arte y de comunicación. Al acabar aquella mítica primera emisión, mirando directamente a cámara, Berger interpeló a los telespectadores: “Espero que tomen en cuenta lo que les he dicho. Pero sean escépticos con ello”. Y así invocó al espectro del indómito Pirrón, pintor en su juventud, hasta que abandonó el pincel para empuñar el bisturí de la duda.
Cuando la realidad parece sumergirse en la niebla de la complejidad y la incertidumbre, resuenan con más fuerza las voces seguras de sí mismas, las más decididas, aquellas que se abren camino a través de la jungla del mundo acorazadas con ideas rotundas. Aplomo y férrea convicción son requisitos para imponerse, mientras, para muchos, el pensamiento que matiza y duda no sirve de guía para la comunidad. En una época que pide a gritos carácter emprendedor y liderazgos rotundos, las personas introvertidas y tímidas quedan expulsadas de la carrera del éxito social en la línea de salida. Si apuestas por la meditación y la mirada contemplativa, pareces un apocado aspirante al fracaso. Con la loable intención de ayudarnos a triunfar, nos aconsejan por doquier rapidez y contundencia: vendernos bien y pensar menos. Por el contrario, Sócrates y Pirrón dejaron un legado milenario —un contundente éxito— al afirmar que sus únicas certidumbres eran el filo de la duda y el destello de la curiosidad. Les interesaba el diálogo, la conversación serena entre opiniones discrepantes, donde la contradicción, lejos de despertar desconfianza, actúa como motor de conocimiento y del deseo de aprender. Sócrates, que combatía la inercia del pensamiento y el poder casi invencible de los estereotipos, pensaba que los más graves errores no los cometen los ignorantes conscientes, sino los que creen saber. Quienes vociferan convencidos suelen mostrarse poco abiertos a reflexionar y ser flexibles. En tiempos de juicios y prejuicios acelerados, vuelve a ser terapéutica la prudencia de aquellos escépticos: solo dudando adquirimos ciertas verdades, algunas certezas. Tal vez.
AQ