La personalidad y la obra de Rainer María Rilke tienen un carácter formidable y, a la vez, fantasmal y fugaz. Por ello, la recepción de su presencia literaria en las conversaciones es fácil, pero la comprensión cabal de sus textos, difícil. Podemos ver su nombre aquí y allá: en casi todas las bibliotecas hay un ejemplar de sus poemas y en las librerías siempre hallamos algunos de sus libros; los filósofos lo han vuelto una de sus lecturas preferidas y nunca falta un joven poeta obnubilado con la deslumbrante oscuridad de sus últimas composiciones. En el imaginario de los lectores de poesía, quizá representa, él más que nadie, la singularidad y la resistencia del poeta en un mundo donde el dinero es, como él mismo dijo, “un órgano sexual”.
Contemporáneo de Apollinaire, Cendras, Valery, Eliot, Yeats, Machado y Vallejo y del desplante violento de renovación de las vanguardias, Rilke se afirmó con una voz que prolongaba y engrandecía la nobleza de la representación sutil y elevada, a pesar de la degradación creciente de los valores metafísicos. El fuerte “simbolismo” de sus imágenes y la elaborada necesidad de sus visiones lo hacían un extraño en la nueva estética de la espontaneidad, las ideas rápidas de aplicación urgente y la poesía en derivación hacia la prosa.
- Te recomendamos César Milstein: fueguitos que alumbran vidas Laberinto
Elegías de Duino y Sonetos a Orfeo, publicadas en 1923, ofrecen para ciertos lectores el grado más alto de la visión poética —así como Golpe de dados encarna la máxima potencia de ensimismamiento verbal y La tierra baldía, la comedia erótica del mundo contemporáneo. En aquellas obras, Rilke avanza iluminándonos con sus revelaciones y desconcertándonos con su profunda noche estrellada. En un singular tejido de poderosos versos cegadores y nebulosas exposiciones, casi inconcebibles, surge de manera inopinada la dimensión de lo suprasensible, no bajo la forma de los arquetipos platónicos —aunque hay palabras elementales (árbol, animal, viento, amada…)—, ni en el dominio de las alegorías universales del cristianismo; surge en el contorno seductor e incontestable de la experiencia de lo invisible, peligroso compañero necesario de lo humano. Por eso Rilke pregunta: “¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los órdenes celestes?”; y más adelante, la conclusión forzosa: “Todo ángel es terrible”, con el recuerdo de la visita del arcángel Rafael a Tobías. Eustaquio Barjau, uno de sus principales traductores al español, junto con Jaime Ferreiro y Juan José Domenchina, señaló la necesidad de leer muchas veces estos libros para vislumbrar su significado. Tal vez por ello vale la pena recordar los versos del Libro de las horas: “Amo de mi ser las horas oscuras,/ en las cuales se ahondan mis sentidos”. Así, el tiempo interior y el cuerpo orgánico de los cinco sentidos forman, en el cántaro solitario de la oscuridad, el círculo creciente de las cosas.
Rilke, los primeros cuatro años de su vida, fue vestido como niña por su madre; después, entró al colegio militar; luego, conoció a Lou Andreas Salomé y visitó Rusia para conocer a Tolstoi; viajó por Europa y tuvo una hija con Clara Westhoff (a las que abandonó); fue amante de muchas mujeres refinadas y fuertes; trabajó con Rodin y, casi siempre, vivió solo. Enfermo de leucemia, murió por el pinchazo de una rosa que tenía como destinataria a una hermosa joven egipcia.
AQ