Ranas de sátira o comedia

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

La concentración de poder implica una disminución del diálogo político. La razón deja de ser dialéctica y se abandona al énfasis y a la aclamación del populacho.

Se ha demostrado que el síndrome de la rana hervida es falso, pero hay otra especie que ciertas situaciones sí actúa de manera parecida. (Especial)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Hace poco nos acosaba el runrún de una leyenda espeluznante: que se puede poner ranas en una olla, prender el fuego y cocinarlas sin que se acusen cambio ni intenten escapar. Los animales que no regulan internamente su propia temperatura se llaman poiquilotermos. Para jugar al griego: poiquílos significa “de colores variados, moteado... variable, cambiante...”. Y en efecto, parecemos de juicios que cambian con la temperatura: muchos que denostaban el bajo crecimiento económico, la violencia criminal, la impunidad, la corrupción, ahora croan y aplauden a una administración que no hizo sino incrementar esos mismos problemas, bajo un presidente berrinchudo e incapaz, pero dispuesto a acumular todo el poder. El chiste cruel parecía dispuesto a cumplirse... sólo cabía esperar que fuera comedia y no sátira.

La comedia comparte con los profetas el carácter admonitorio, pero su advertencia siempre es reversible y su mordacidad es precautoria. Se da cuando las cosas, principalmente las cosas políticas, tienen enmienda y es posible corregir el rumbo. La comedia sólo halla lugar en una sociedad dispuesta a compartir una cultura y a limitar el poder; el del gobernante y del de las masas o mayorías, y sólo es verosímil en temperaturas medias: ni en el hielo de la sátira, ni en el fuego del predicador. Ni Petronio ni Savonarola. Puede verse a lo largo de la historia: la comedia florece en las sociedades políticas, y desaparece con tiranías, demagogias, gobiernos criminales.

Cuando el discurso público ha sido envilecido y roto, no queda lugar para el gran discurso de los trágicos. Demóstenes es obsesivo y sus discursos no parecen dichos sino rugidos. Ya no hallaba otro modo de hacerse escuchar. La seriedad de las cosas no se puede reparar: el énfasis las rompe, las vuelve ridículas o mudas. Por el otro lado, los recursos picantes de la crítica —la ironía, la reducción al absurdo— requieren una posición de semejanza entre quien habla y quien escucha. Y esto, a su vez, requiere que la calidad de la conversación (sin la cual el debate sólo son muecas) sea vista como un patrimonio común, más allá de acuerdos y discordias. Perdida la capacidad de conversar, quedan el denuesto y el rugido. En los tiempos sin conversación sobreviven los extremos: por un lado, el croar de masas; por el otro, la sátira, la farsa. Muecas y gestos.

Cuando el acuerdo político se ha caído deja una forma del poder, pero no del Estado. Ya no es la polis: es el gobernante y su poder (y lo mismo para Saúl que Filipo o Nerón). La concentración de poder implica una disminución del diálogo político. Mayor poder, menor política. La razón deja de ser dialéctica y se abandona al énfasis y a la aclamación del populacho. Gana siempre el demagogo. El sujeto que elige razonar produce un sonido leve, el habla, inaudible en la plaza. Queda sólo la sátira, ya no la crítica. Ridiculizar al poderoso es un intento de supervivencia política y, a su vez, cuando el poderoso es ridículo la elocuencia misma se vuelve su propia farsa. Los políticos experimentados se burlaban de los discursos de Nerón, aunque se los hubiera escrito Séneca.

Y es que, desde Aristófanes, la comedia añade un elemento fundamental: pone al público ante el espejo. La jugada de Aristófanes siempre tiene una tercera banda: el coro representa al ciudadano común, lo integra y lo vuelve risible ante sí mismo. Es común que las obras de Aristófanes reciban su título según la función del coro en cada obra: aves, avispas, nubes, ranas... Que la comedia sea precisamente sobre gente como uno es lo que permite colocar el espejo ante los ojos: los del público. La sátira ignora las semejanzas y concentra su violencia contra un objeto irredimible. Hay que temer a los tiempos sin comediógrafos. Quedan algunos, por fortuna, y hay que celebrarlos: por la risa y la sonrisa reviven el valor de las palabras. Cuando la conversación ha dejado de ser lugar de entendimiento y cede a los discursos sordos, se instalan no sólo el desprecio y la revancha contra el otro, sino contra la elocuencia. Aristófanes, en Las ranas, pone a Dioniso como un diosecillo cobarde, solapado e hipócrita, que entra en competencia con el coro de las ranas: a ver quién grita más fuerte. Y todavía creo, sobre aquella analogía horrible, que las ranas de la ciudadanía resultaron peludas; no saben croar al unísono, y por eso las detesta el diosecillo cobarde, y resultaron sensibles a la temperatura y no están dispuestas a dejarse cocer.

AQ

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