Con autorización de la editorial Siglo XXI publicamos este texto que forma parte de 'Nostalgia de Monsiváis', libro coordinado por Marta Lamas y Rodrigo Parrini, en el que el fundador, con Víctor Acuña, de la Galería Arvil recuerda su larga amistad con el autor de 'Amor perdido'.
No tengo precisión de cuándo nos conocimos, pero la última vez que Víctor Acuña y yo lo vimos fue en un desayuno que nosotros convocamos, en el que le expusimos nuestra preocupación porque sus valiosas y únicas colecciones no tenían protección legal. Le sugerimos un “comodato”, un “fideicomiso” o una “donación”, y él contestó que confiaba en nosotros, en la Asociación Cultural El Estanquillo. Aunque le insistimos: “Somos mortales y no estaremos siempre para proteger, documentar, promover tus tesoros, hay que encontrar una forma jurídica”. Desafortunadamente no nos hizo caso y falleció antes de que lográramos convencerlo.
Lo conocí hace más de cincuenta años y mi recuerdo más vívido es cuando nos reuníamos los jóvenes “cultos” en el Café Viena de la calle de Amberes; yo tenía entonces mi librería DALIS, a unos pasos. Ahí acudían Fernando Macotela, Carlos Beltrán (que en ese entonces era su pareja, muy joven, y a quien apodaba perla fina), Manuel Echeverría, Gustavo Sáinz, entre otros, para oír sus geniales comentarios, sus críticas acervas, sus apodos irónicos, y admirar su memoria y su erudición. También lo recuerdo en las “reseñas cinematográficas”, que eran un hito anual en Ciudad de México y en Acapulco. Él y Víctor sabían todo sobre el cine mexicano y jugaban a superarse el uno al otro con sus vastos conocimientos de títulos, directores, actores, escritores de los scripts, productores, etcétera.
Monsi fue para nosotros, aparte de un muy querido y admirado amigo, una guía esencial porque nos marcaba derroteros intelectuales. Nos encantaba su asombrosa inteligencia, su infalible memoria y su deslumbrante escritura. Sin embargo, era extenuante lograr que entregara los textos que prometía, y acabé siendo amigo de la tía Mary y de Beatriz, su prima, pues lo buscaba en mil ocasiones para obtener el preciado texto del momento y ellas amablemente me atendían. Los textos que le “exprimí” son ahora históricos, como, por ejemplo, el Nuevo catecismo para indios remisos. Esta es su única obra de ficción, que Víctor y yo incluimos en el exquisito álbum de grabados originales que creó Francisco Toledo a nuestra petición, y que fueron resultado de sus intervenciones a placas metálicas religiosas de capillas populares en las sierras de Puebla y Oaxaca de los siglos XVIII y XIX, mismas que Víctor descubrió y adquirimos.
Entre muchos recuerdos de mi persecución para obtener sus deseados brillantes escritos, hay dos inolvidables. Cuando participé con Erika Billeter para lograr la espectacular exposición Imagen de México para el Schirn Kunsthalle de Frankfurt, Alemania (luego iría al Messe Palast de Viena, Austria, y al Museo de Arte de Dallas, en Estados Unidos), le sugerí que invitáramos a Carlos a escribir uno de los textos para el gran catálogo que se publicó; ella, gustosa, aceptó. Lo llamé un sinnúmero de veces para que me entregara su participación y, en un momento dado, acorralado por mí, que le decía: “Carlos, ¿qué les digo a los alemanes que ya te pagaron, que no me has entregado tu contribución?”, me mandó un texto, pero, al leerlo, me di cuenta de que era sobre otro tema, no el de la exposición. Luego de innumerables llamadas (a veces fingía la voz cuando contestaba tratando de hacerse pasar por su tía), logré que finalmente lo entregara.
Otra ocasión memorable fue cuando le comenté que habíamos negociado con Francisco Toledo hacer una coedición con el Museo del Palacio de Bellas Artes, entonces al atinado mando de Ignacio Toscano, para documentar todas las obras gráficas originales que Toledo había creado para nuestra compañía Arvil Gráfica. Como él había escrito textos para varias de nuestras publicaciones, me dijo de inmediato: “Yo escribo el texto”, lo cual me llenó de alegría. El libro sería extraordinario con su participación. Comencé a hacer las usuales llamadas para que me entregara el prometido texto, sin éxito. Como el tiempo apremiaba (porque, para lanzar la publicación, íbamos a hacer una exposición en el Museo del Palacio de Bellas Artes con todas las obras gráficas que patrocinamos y tenía que estar listo el catálogo), desesperado ya, mandé la documentación y las fotos a la imprenta. Casualmente un sábado, como era habitual en él ir a ver a los anticuarios de la Zona Rosa, y siguiendo su costumbre de pasar a saludarnos y mostrarnos sus logros (encontraba maravillas con su ojo educado), me preguntó por el libro. Cuando le dije que ya lo había mandado a la imprenta, me preguntó: “¿Sin mi texto?”. Yo le contesté: “Nunca lo mandaste”, y ¡oh milagro!, finalmente me lo envió y pude publicarlo.
Otro memorable logro fue el texto de Carlos que Consuelo Sáizar, entonces directora del Fondo de Cultura Económica, propuso incluyéramos en la espectacular coedición que hicimos de Francisco Toledo: libreta de apuntes. Tiene ochenta maravillosas obras que Francisco me dedicó y obsequió, y la reprodujimos en forma facsimilar, de tal calidad que decidimos exponer los originales junto a las reproducciones. Esto culminó en la espléndida exposición Francisco Toledo: libreta de apuntes en el Museo Nacional de Antropología. Conseguir que Monsi entregara su texto fue épico. Entiendo que, ya impaciente, Consuelo puso un chofer en la puerta de la casa de Carlos hasta que le entregó su memorable escrito.
Cuando Carlos decidió crear el Museo del Estanquillo, nos distinguió a Víctor y a mí nombrándonos parte de la Asociación Cultural El Estanquillo. Significó un honor para nosotros que nos confiara el cuidado de sus tesoros y, hasta la fecha, hemos seguido celosamente su petición con el grupo de amigos que él seleccionó para ese fin: Beatriz Sánchez Monsiváis, Rafael Barajas El Fisgón, Carlos Bonfil, Jenaro Villamil, Julia de la Fuente, Gerardo Estrada, José García Hernández, Rafael Rosendo Matos Moctezuma y Armando Colina.
Celebración de su cumpleaños 70
Cuando estaba a punto de celebrar ese onomástico, nosotros le preguntamos qué quería que le diéramos como regalo, y contestó: “Una cena”. En esos días, nosotros estábamos por salir de viaje y le propusimos que él invitara a quien quisiera, que nuestro comedor podía acomodar a catorce personas. Con gran sorpresa, a nuestro regreso, nos enteramos de que había convocado a cuarenta amigos. Anonadados, nos vimos en la necesidad de cubrir nuestro jardín con una carpa, poner piso de madera y alfombra, calentadores, iluminación, sillas, mesas, flores, etcétera, además de contratar a un restaurante que sirviera a ese distinguido número de comensales. La noche del evento, organizamos un coctel informal para esperar que se reunieran los asistentes y, en un momento dado, acompañé a Carlos al sitio principal y le dije: “Carlos, esta es tu mesa”. Yo estaba de espaldas a la concurrencia y él me dijo: “Los Cuevas” (nunca fuimos amigos de José Luis Cuevas y menos de su última esposa); yo le contesté: “No están invitados”, y él insistió: “Los Cuevas”. Volteé y, para mi desconcierto, los vi caminando hacia nosotros.
Asombrado, vi cómo se sentaban en la mesa del festejado. Carlos me dijo: “Déjalos o te arman un escándalo”. Tanto Víctor como Rodolfo Rodríguez, entonces pareja de Carlos, habían trabajado intensamente para asignar los lugares de tan granada multitud, donde estaban Elena Poniatowska, Gabriel García Márquez y esposa, Carlos y Silvia Fuentes, Carmen Aristegui, Iván y Nelly Restrepo, Consuelo Sáizar con Julia de la Fuente, Chema Pérez Gay y su esposa Lilia, Bolívar Echeverría con su esposa Raquel Serur. Al acomodarse los Cuevas ahí, tuvimos que reordenar prontamente los asientos, con el resentimiento que surgió hacia los Cuevas. Hace poco me comentó Iván Restrepo que él acabó sentado en un banquito porque no había suficientes sillas. Mi alegría fue ver cómo nadie dirigía la palabra a los Cuevas.
En un momento, un grupo de mariachis irrumpió en el ágape y Carlos reaccionó muy alegremente. Se paró y se puso a cantar con ellos, para asombro y regocijo de todos.
Perseguí por largo tiempo al admirado maestro Carlos Mérida, hasta que me permitió ver su archivo que, como me lo suponía, era un total desorden. Trabajé con él y afortunadamente logré documentar correspondencia, textos que él había escrito (era un hombre muy culto y escribió una serie de opiniones memorables sobre arte), catálogos, fotos, etcétera.
Nos reuníamos él y yo todos los jueves a las 11 a.m. en su casa/estudio de la colonia San José Insurgentes, y trabajábamos hasta las 2 p.m., cuando llegaba Víctor y nos íbamos los tres al restaurante La Pérgola de Insurgentes (tratábamos de invitar a personas interesantes para que él pudiera conversar). Nos sentábamos en la mesa 14, porque a la derecha del maestro (siempre lo sentábamos ahí) había en la parte superior una lámpara que iluminaba a los invitados de la ocasión.
Un día, viendo un grupo de documentos, haciendo orden en el archivo, vi un sobre; lo abrí para ver que contenía y me quedé impávido, porque era un grupo de dibujos eróticos del gran cineasta ruso Serge Eisenstein. Mérida era amigo de él, de la época en que estuvo en nuestro país filmando ¡Que viva México!, su obra maestra. Cuando se los mostré, me dijo: “Llévatelos, acá nadie va a entenderlos”. Conmovido profundamente, los mandé a planchar porque estaban doblados, y a enmarcar en papel no ácido, y los llevé a la galería. Cuando Carlos los descubrió en una de sus usuales visitas, nos dijo: “Quiero comprarlos”. Yo realmente no quería desprenderme de ellos, pues me recordaban al querido maestro Mérida, pero Carlos, en la infinidad de ocasiones que vino a visitarnos, insistía en adquirirlos. Al final, Víctor y yo cedimos y se los obsequiamos, un poco por agradecimiento a su preciada participación en nuestras vidas. Ahora, felizmente, están en su Museo del Estanquillo.
El último texto que Carlos escribió para nosotros, quizá el más significativo para mí, fue cuando, en 2009, nos entregaron, en la sala Ponce del Palacio de Bellas Artes, la Medalla de Bellas Artes. Nos lo mandó con Gerardo Estrada, excusándose por no poder estar presente; él no pudo presidir el acto, como estaba planeado, porque ya se encontraba muy enfermo. En su lugar lo leyó Gerardo. Hay un sinnúmero de historias que durante nuestra larga amistad tuvimos, y valoro la fortuna de haber gozado la amistad de ese ser luminoso que era Carlos.
AQ