Fuimos una familia difícil, escindida,
y menos o más, aprendimos a alejarnos uno de otro.
No obstante, debo decir, sin moralismos, que el alcohol
no fue adversidad, ni causa de declive o pérdida.
Madre se divorció de mi padre en el ‘57.
Con el escaso ramaje del manzano, casi sola,
hizo crecer más árboles para “sacar a los hijos”.
Madre venía de Aguascalientes —pero no nació allí—.
Con exigua experiencia, pero perspicaz, aguda,
obstinada, sabía hacer amistades en largas filas.
De temperamento enérgico, pocas veces
la vi romperse, como aquella tarde de la
adolescencia mía, cuando en su cuarto,
abrumada por el desamparo, sin saber qué hacer
con el dolor, se bebió una botella —tequila o ron
o vino, no lo sé, o si fue otra, da lo mismo—.
En el comedor, la trabajadora doméstica me
lo había advertido. Subí a su cuarto, y la vi,
bocabajo sobre el lecho, y no supe reaccionar.
Bajé las escaleras, y Epifania dijo: “Es mejor que
se le pase”. Salí, y no recuerdo lo que hice.
No recuerdo asimismo, por más que trato,
que haya visto a madre beber alcohol de nuevo,
pero pasadas seis décadas, uno comprende, que
en momentos difíciles, no se sabe cómo superar
la pena o cuál es el sentido de seguir viviendo.
AQ