Hasta los diecisiete años
el reloj había sido para mí
una prenda de vestir tan indispensable
como los calcetines o los zapatos.
Pero estaba equivocado.
Un reloj no es una prenda de vestir,
y considerarlo indispensable
equivale a una declaración de principios.
Es una locura medir el tiempo
al detalle –horas, minutos, ¡segundos!–
para poder “estar en tiempo” siempre.
La idea de “estar en tiempo” es una práctica
que va desde la más elemental cortesía
hasta la más desbozalada neurosis,
y estaba tan grabada en mí
hacia los diecisiete años
que no se vio alterada
en forma alguna cuando decidí
tirar a la basura mi reloj.
Esto sucedió al final
de la primera manifestación
en la que participé en el Movimiento del 68.
Una muda forma de protesta
que presagiaba la manifestación silenciosa
y que se mantuvo para mí durante 25 años.
Para alguien que vive en el campo.
esto es por demás intrascendente;
pero no se puede decir lo mismo
de un habitante de una gran ciudad.
Y yo viví sin reloj hasta los 42 años.
¿Qué me obligó a volver a él?
El hecho de cambiar de latitudes:
acepté una oferta de trabajo
de la Universidad de Texas en El Paso
—UTEP— que me llevó a vivir en el desierto.
Y en otra latitud, con otro cielo y otra luz,
me resultó imposible calcular
con más o menos precisión la hora.
Obligado a dar clases
no podía darme el lujo
de ser más o menos puntual.
Me volví a hacer de un reloj,
pero ya no como una prenda de vestir
y mucho menos como una señal de status.
El tiempo tampoco volvió a ser
para mí, lo mismo que antes era:
algo que es posible medir.
Desde hace cincuenta años
para mí sólo tiene sentido
el tiempo maravillado de la poesía…
AQ