Ya no pude con tu reloj, papá.
Esta belleza venció mi muñeca.
El grosor, el peso de la impecable maquinaria
después de 50 años de movimientos ininterrumpidos
día y noche, siguiendo con su tiempo
por igual pasiones que zozobras,
se ha desprendido.
Mi brazo entero, la mano izquierda se cansó, papá,
la extensión que fue lanza de tempestades
desde que ahí lo pusiste, terminó por doblarse.
Para colmo también desistió por completo el brazo derecho.
Igual la fatiga ha inundado mis piernas
la espalda y mis párpados.
El tiempo se agotó, papá,
ya no lo pulso contigo,
sólo lo veo cuando es necesario
en una pantalla que escondo
en el bolsillo delantero del lado izquierdo del pantalón
para que no me la roben en un descuido.
El reloj tuyo paralizado por mi impericia
quieto en una espera ya despreocupada
reposa, papá, con los otros depositarios
de horas y minutos que me confiaste.
Antes, esos relojes me llenaban de armonías
el paso de nuestras horas.
A uno de ellos podía darle cuerda,
y sentir el palpitar de sus viejas como vigentes andanzas.
Al otro daba a sus pasos vida
con leves oscilaciones permanentes,
feliz de ver el andar del segundero
en su brillante recorrido, en sus vueltas juguetonas.
¿Recuerdas que me retabas a contar los segundos
sin despegarle los ojos? Sólo lograba fijarlos unos instantes.
En mi silencio, papá, esos tres relojes
son parte de tu saber heredado.
Cajas bien aceitadas que irán a las manos de tu nieta.
Supongo que ella podrá retomar su trayectoria.
Yo me cansé, papá.
Esos tiempos se colapsaron con el mío.
No hay dedos prestantes para la cuerda,
ni brazos fuertes que alarguen su vida.
También la batería de la pantalla
se acabará, papá. Y no estás aquí
para enchufar nuestro tiempo a la corriente.
ÁSS