Repite contigo mismo: a nadie debes. No debes tus huesos desde la calavera hasta las falanges de tus pies. Lo has levantado todo ello desde que fuiste aire comprimido en una célula, pizca de granos que se multiplicaron desde su centro hasta hacerte aparecer. Forjaste el muro de tu cuerpo, lo hiciste y deshiciste a tu antojo, lo cortaste y rallaste como creíste necesario. Es tuyo y no debes a nadie una gota de almíbar por tus ojos de canica de ámbar, no debes nada por tus músculos como trapos ni tus huesos como estacas. Repite contigo mismo: debes nada. Los jirones y las astillas en el cuerpo son enteramente tuyos y hasta la caída del cabello te la has procurado tú, las cicatrices que se ven y más las ocultas, todas, generosamente tuyas. Y que quede claro que mucho menos debes convenios, negociaciones de puras habas, las agujas que fueron los tratos malhechos, las gestiones y digestiones entre cabildos de paja, meros trámites de oficio como bolos alimenticios, hojarasca de seres infames en la rota y pulgosa colcha de la vida. Debes en todo caso tinta y planas de lecturas, paréntesis extendidos para caminar de nuevo con alguien de tu lado y nombraste lo mejor de tu vida, esos gránulos que abandonaste sin saber el porqué. Aun así, pide perdón a quien te escuche ahora en el estrado. Diles que ni con un beso pagarás a los que digan debes algo y sin embargo aquí estás. Así, repite contigo mismo, que aunque nada debes con este trigo les pagas, y aunque te miren de frente, de arriba o hacia abajo, tu cuerpo estará siempre a su costado.
ÁSS