En la más reciente novela de Armando Ramírez, Déjame (Océano, 2019) el narrador inventado por el autor combina datos de la “realidad real”, con la invención literaria. Usa la posverdad no para mentir, como lo hacen los políticos, sino para narrar mejor, como buen novelista que busca lectores más despiertos.
Ramírez, el autor, hace esto una vez más con la habilidad que ha caracterizado su obra literaria desde que hace ya bastantes años. Siendo un jovencito oriundo del barrio de Tepito, se le ocurrió convertirse en narrador de historias, en novelista, en ese entonces al contar la existencia de un outsider, un joven alcohólico sin hogar, derrotado por el amor pero aferrado a la vida; me refiero a Chin chin el teporocho.
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Déjame la cuenta, en primera persona, un sujeto que se llama igual que el autor —Armando—, quien hace reportajes para la televisión, en particular sobre el Centro Histórico de la Ciudad de México, como Ramírez. Mediante ese trabajo conoce a muchas chicas con las que sale, platica, desayuna, come, cena e incluso convive en plan de compañero, pareja, amante o concubino.
El narrador de Déjame inicia su trama con unas cursivas que indican que ese personaje sale del sueño recordando un pensamiento que dice: “El pasado es un espejo que nos multiplica hasta el infinito deformados, desvanecidos”. En seguida indica que eso fue lo que pensó al salir del sueño, sin cursivas. Y de inmediato, otra vez en cursivas, indica que fue entonces que comenzó a escribir la novela. Este es otro buen truco, porque, de entrada, con eso Ramírez le está diciendo al lector: “a partir de este pensamiento, de este indicio poético, considera (ficción) todo lo que desde este momento vas a leer, vas a saber, te voy a contar”.
En su anterior novela, Fantasmas (Océano exprés, 2011) Armando Ramírez había utilizado a ese narrador que tiene su mismo nombre e idéntica ocupación y hasta sus mismos intereses y obsesiones: el Centro Histórico de la Ciudad de México, la historia prehispánica y colonial, la realización de reportajes para la televisión, los espejos, los dobles y la literatura de Borges que los incluye.
En Déjame otra vez Ramírez utiliza esas herramientas, pero en esta ocasión lo hace mejor, porque tomando como eje la relación que establece su personaje-reportero con Lucía Buñuel, quien es una española de no malos bigotes aunque sí de muy mal genio, con constantes actitudes chocantes, el narrador se pone a recordar las relaciones con otras mujeres que en lo que se refiere a la neurosis y la histeria —como Lucía—, no cantan nada mal las rancheras, y que utilizan en sus relaciones los celos, la posesión, la infidelidad, la incongruencia, la promiscuidad, el falso desapego, el dramatismo y el tremendismo, entre otras costumbres, acciones, inclinaciones y manías.
Al hacer esto parece que lo que está realizando Ramírez-autor es diseccionar en vivo y en directo los principales pasajes de su vida sentimental. Y lo hace tan bien que hasta sus editores en Oceano afirman, en la cuarta de forros de la novela, que Déjame es un “vehículo que lo lleva a pasar revista a las mujeres que, a lo largo de su vida, lo guiaron por los vericuetos de la pasión amorosa”, aunque esto no sea sino un truco publicitario para vender más novelas. Ojalá así sea.
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La buena literatura sirve para darnos herramientas con las cuales nos enfrentamos mejor a nosotros mismos y a la vida. Nada más, pero nada menos. Déjame entra en esta categoría porque, en medio de esos malabarismos de andar toreando chavas lujuriosas pero casi locas, el personaje Ramírez, como se dice en el barrio, se abre de capa y le deja ver al lector que él también comete incongruencias, tiene afición por enredarse con gente conflictiva y le gusta sabotearse, pero a la vez es un romántico irredento, un enamorado generoso y hasta un tanto ingenuo. Si tropieza una y otra vez con las mismas piedras femeninas es porque él mismo no está bien estructurado en el ámbito sentimental, emocional e intelectual, como no lo está nadie. Y quien sepa de amores complicados, que tire la primera piedra, la segunda y la tercera al bote del cascajo pasional. Y si quiere, que a todas ellas les agregue ficción y haga novelas. Pero eso sí, que no se olvide que lo que está escribiendo, o en este caso leyendo, es una ficción, una novela, un producto de la imaginación. Que lo que tiene en sus manos no son fragmentos del diario personal de nadie, ni retazos de la confesión de alguno, o la transcripción de las pláticas de un exhibicionista.
Pero si la lectora o el lector no se acuerda de todo lo anterior al estar leyendo esta gran novela —y lo es por bien tramada, por el cuidado que tiene en cuanto al manejo de la estructura y el lenguaje, por su ritmo bien balanceado, por su estilo depurado y contundente—, que no se preocupe, el narrador Ramírez se lo va a recordar al final, al abrirle la puerta que dice Dormir en cursivas…
Déjame entonces es un falso despertar, un sueño que por momentos parece una pesadilla plagada de histéricas y maniáticas.
Es también, o puede ser, el falso despertar de un tipo que reconoce su afición por las pasiones complicadas. Como muchos —me ha contado el primo de un amigo—, en la literatura y en la vida…
ÁSS