Cuenta Marc Bloch —o, mejor: documenta Marc Bloch— la compleja e influyente imaginería del Rey mago, y le pone un nombre más preciso: Los reyes taumaturgos (lo tradujo Marcos Lara y se publicó en el FCE).
No es la leyenda de la tradición cristiana, sino una superstición surgida en Francia, por allá del siglo XI, que creía en un poder sanador y sobrenatural de los reyes, capaces de sanar las escrófulas con su solo tacto.
La medicina moderna entiende una “adenitis tuberculosa”, pero quién sabe qué cantidad de signos y síntomas recibieron el nombre de “escrófulas” en aquellos siglos. El caso es que la tradición del Rey sanador y milagrero se mantuvo desde por allá del año mil hasta el 31 de mayo de 1825, cuando a dos días de su coronación, Carlos X llevó a cabo, por última vez, la ceremonia del “tacto de las escrófulas”.
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En 1826, todavía aquel Víctor Hugo que se asumía como espíritu de la Revolución, ante la ceremonia de poder y magia exclamó: “Helo ahí, sacerdote y rey”. 800 años de milagrerías; Víctor Hugo, muchos escépticos renacentistas, o espíritus libres como Montesquieu, dieron testimonio de buena fe. La permanencia de las supersticiones no depende de la educación, ni de la inteligencia, sino de otra cosa, terriblemente difícil de diagnosticar. Bloch no halla receta, pero pudo mostrar, como analogía, la mecánica de esa resiliente credulidad, inmune a las refutaciones.
El poder absoluto tiene facultad de decidir sobre la vida y la muerte. ¿Por qué no ha de curar? Justo ese poder sobre vida y muerte daba al gobernante su aura temible. Ya no. Nos mueve el miedo a su imbecilidad, a su corrupción. Da miedo… no por su poder, sino por su debilidad moral e intelectual. Las sociedades liberales y democráticas actuales ya no logran transformar su desprecio en admiración. Y un punto más: no podemos evitar ver, en quienes aún profesan admiración por el gobernante o el poderoso, a seres o ingenuos o malvados que padecen o azuzan una pura superstición. Como sea, ignoran, de modo activo o pasivo, “la asombrosa fuerza de las ilusiones colectivas”. Pero saber de la existencia de ese mal, de ese error, no nos inmuniza de los muchos contagios posibles. Digamos, por ejemplo, que todavía hay quienes creen (o fingen creer) que existen los gobernantes inmunes a la corrupción. Y que de su presencia dimana un aura que “descorrompe”. A veces, las supersticiones modernas son más ingenuas que el tacto de escrófulas. Al menos, las llagas, pústulas, jiotes y tumores son visibles.
Marc Bloch halla la ingenuidad en la averiguación: los escépticos renacentistas quisieron “investigar cómo curaban los reyes”, pero no se preguntaron “si curaban realmente”. “Esta facilidad de aceptar como real una acción milagrosa, aun cuando esté desmentida en forma persistente por la experiencia, se encuentra en todos los primitivos y hasta puede considerarse una de las características fundamentales de la mentalidad llamada, justamente, primitiva”.
De modo que el libro de Bloch es no sólo la piedra fundacional de la historiografía contemporánea sino una advertencia y, acaso, una premonición. Además de un historiador formidable, heredero de la profesionalización académica y la disciplina de archivos de Leopold Von Ranke, y discípulo de Henri Pirenne, Bloch fue un soldado: combatió en la I Guerra y se negó a aceptar su retiro durante la II; peleó contra el nazismo, cayó preso y fue fusilado en 1944. Durante su cautiverio logró escribir algunas notas y reflexiones acerca del oficio de historiar: sin ficheros ni archivos ni libros. El fundador de la llamada “Escuela de los Annales”, sin acceso a documento alguno que no fuera su memoria, su lucidez, su entereza. El resultado es una obra maestra: Apología para la Historia o el oficio del historiador (también en el FCE, con ese título o como Introducción a la historia; recomiendo el de la colección negra, de Historia, y también el estudio de M. Mastrogregori, El manuscrito interrumpido de Marc Bloch, que se introduce en los vericuetos de un gran libro que estuvo a punto de no existir y, al fin se conserva gracias a su amigo, el otro gran historiador, Lucien Febvre. Ambos, Bloch y Febvre, fundaron la revista Annales d'histoire économique et sociale).
Hay que leer Los reyes taumaturgos de muchos modos. Entre ellos, éste: las ilusiones colectivas hacen al poderoso, no al revés. La magia del monarca o del autócrata navega sobre un fideísmo que no logran refutar los hechos.
AQ