Rimbaud 1873

Poesía en segundos

Hace ciento cincuenta años, 'Una temporada en el infierno' pasó completamente inadvertido. Hoy vemos más en su autor, o más bien, a través de él.

Detalle de un retrato al óleo de Rimbaud, 31x48 cm. (Arte: Roberto Parodi)
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

Ningún poeta ha actuado, de manera tan aciaga y gloriosa, la lucidez adolescente de la poesía como Arthur Rimbaud representó la suya.

Desde las composiciones escolares hasta las cartas en las que expresa su apremio por alcanzar el estado de videncia, pasando por Una temporada en el infierno e Iluminaciones, Rimbaud es el comienzo puro que arranca de todo y nada, el principio de la más honda gravedad y la más alta ligereza.

Él, en esa experiencia arquetípica que sólo ocurre a través del trastrocamiento de los órganos de la percepción, supo que no obstante que “No se puede ser serio con diecisiete años” —en la edad en que “El loco corazón Robinsonea”—, sí era posible en una noche como cualquier otra sentar a la belleza en sus rodillas y encontrarla amarga e injuriarla. Y comprendió que la razón por la que seguimos caminando sin parar hacia Grecia, aunque ésta esté cada día más lejos por la extensión creciente de una tierra rota y baldía, es porque “en Grecia, versos y liras, ritman con la acción”. Naturalmente, Rimbaud hizo de sus palabras el mundo más inesperado, el realismo más desconocido al grado de que podía ver, con entera sinceridad —así dijo él—, una mezquita en vez de una fábrica. Esta poesía, donde el lenguaje se vuelve objetividad insuperable y las cosas truecan a un lenguaje armado de vocales en colores nuevos, inventó una síntesis de la extrema sobriedad por la extrema ebriedad (hay aquí ya una crítica a buena parte de la mala poesía escrita en el siglo XX en su nombre). En un bizarro proceso de revelación salta, una y otra vez, de los sentidos al sentido —no al sinsentido—, de tal forma que cuando lo leemos y logramos salir del asombro y fascinación ante su capacidad de ruptura y de escándalo, aparece de modo insospechado una aguda capacidad de aprehensión de su momento vital y de la literatura. Su microscópico volumen de poemas y su macroscópica mirada están colmadas de pensamientos, muchos de ellos legítimos aforismos y muchos otros verdaderas líneas de reflexión. Por ejemplo: “Yo nunca tendré mano. Después, la domesticidad lleva demasiado lejos” o “soy de la raza inferior desde toda la eternidad”.

Hace ciento cincuenta años, en septiembre de 1873, un mes después de que Paul Verlaine había sido condenado a cárcel por herirlo con una pistola, Rimbaud recogió de manos del impresor Jacques Poot, en Bruselas, algunos ejemplares de Una temporada en el infierno (la mayor parte de la edición quedará ahí abandonada y será descubierta en 1901). En París los repartió entre algunos poetas amigos. No sucedió nada. El libro pasó inadvertido. Así, comenzó a cumplirse un sueño concreto: “Estoy en la playa armoricana. Que las ciudades se iluminen al atardecer. Mi jornada está cumplida: me voy de Europa”. Rimbaud inicia su viaje en sentido contrario. Cuando pase el tiempo, las fotografías que Étienne Carjat le tomara en París, los dibujos de Verlaine o la pintura de Henri Fantin-Latour contrastarán violentamente con las fotografías de Rimbaud en Harar. La diferencia entre unas y otras imágenes no será una grieta fortuita, sino un abismo descomunal. Pero iluminará, hasta el fin de los tiempos, el paraíso y el infierno de Arthur Rimbaud.

AQ

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