Independientemente de la disputa por el Zócalo de la Ciudad de México en la que están enfrascados los conocidos bandos políticos e ideológicos, hay que decir que Rosalía es, antes que nada, una buena artista.
Hace ocho meses llegué con un montón de prejuicios a su debut en México y ella se encargó de botarlos muy lejos a las primeras de cambio. Para que eso sucediera, seguramente influyó el hecho de estar rodeado por sus enloquecidos admiradores, pero lo que recuerdo con claridad es una poderosa y frenética demostración de canto y baile, sazonada con una generosa dosis de sensualidad.
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Quienes acusan a la nacida en Barcelona de venderse al star system están en lo correcto, pero eso no le resta méritos a su talento y tenacidad.
Siendo aún adolescente, fue eliminada de un concurso de TV por fallas de afinación. En vez de deprimirse, se metió a la Escuela Superior de Música de Cataluña para estudiar flamenco y su primer álbum, Los ángeles, es un homenaje muy serio y propositivo a ese género musical y sus leyendas como Enrique Morente, Antonio Molina, Manolo Caracol y Manuel Vallejo, entre otros. En ese disco conceptual, que gira en torno a la muerte, la acompaña en la guitarra Raül Refree, quien también fungió como productor.
Fue entonces que la industria disquera trasnacional le echó el ojo a Rosalía y su segundo álbum, El mal querer, contiene un caudal de fusiones que explotaron en su tercera entrega, Motomami. La especialidad de esta intérprete son las mezclas de flamenco con trap, balada, bolero, bachata y, por supuesto, reguetón, que es a donde hoy desembocan quienes desean multiplicar sus ventas.
Si a todo lo anterior le añadimos un romance que parece real de la ibérica con el músico urbano Rauw Alejandro (reflejado en colaboraciones previas y recientes), tenemos el coctel perfecto para que ella esté aún muy lejos de su punto de inflexión desde el punto de vista comercial.
Una estrella que transmite
En su gira Motomami Rosalía presenta un show en el que no está acompañada por un grupo musical. Eso exasperó a varios críticos que han calificado el espectáculo como un simple karaoke. María del Olvido Gara Jova, alias Alaska, la defendió diciendo: “Entonces no saben lo que es la música electrónica. ¿Nunca vieron a Kraftwerk o a Pet Shop Boys? Tal vez vayan a la ópera y digan que ahí las señoras gritan. Si no entienden algo es mejor no opinar. Pueden decir que no les gusta, que no les interesa, pero no que está mal hecho. Rosalía es una estrella que canta, baila, tiene actitud y, lo más importante, que transmite”.
Casi toda la música del Motomami World Tour es grabada, aunque hay un discreto teclado eléctrico que se utiliza ocasionalmente y ella toca tanto un piano de cola como una guitarra en sendos temas nostálgicos que sirven de pausa al frenesí. Agota los tracks del álbum Motomami, incluye unos cuantos de El mal querer y completa la lista con sencillos recientes más algunos fragmentos de covers. Sus letras no son la octava maravilla, apenas un ingenioso jugueteo provocador que es ley para quienes la idolatran.
En el escenario la acompañan profesionales de danza contemporánea y en todo momento les da la réplica en ese comprometido terreno. Un camarógrafo sigue de cerca sus pasos y esas imágenes se proyectan en las pantallas como si fuesen videoclips instantáneos. Se trata de un performance muy bien ensayado que durante la gira se ha presentado sin modificaciones sustanciales.
Los cantes de Los ángeles brillan por su ausencia en el Motomami World Tour porque Rosalía ha cometido el crimen perfecto. De los palos flamencos solo perdura cierto aroma, apenas el necesario para darle un sello inconfundible en el competido mundo de la música popular. De haber permanecido como una cantaora más, estaría trabajando en algún bar de Barcelona o de Sevilla sin mayores repercusiones y lo que a ella le interesa desde que empezó su carrera es comerse el mundo a puños con sus fusiones.
Luego de aquella impactante experiencia en vivo no me convertí en otro más de sus fans, ni mucho menos, pero de que la tía se las trae, ni duda cabe.
AQ