Pocos oficios tan demandantes como la traducción. Quien se sumerge en los universos literarios ajenos posee el talante de los exploradores, siempre a la caza de algún hallazgo y con la intuición alerta a los tesoros ocultos.
Durante décadas, la traductora Selma Ancira (Ciudad de México, 1956) ha dedicado su vida a traer a nuestra lengua las voces de autores rusos y griegos modernos. Multigalardonada por su labor —sus reconocimientos incluyen la Medalla Pushkin y el Premio Nacional de Artes y Literatura en 2022—, Ancira acaba de debutar también como autora. Su primer libro se llama El tiempo de la mariposa y lo publica la editorial Gris Tormenta. Se trata de un relato —aunque a ratos adquiere el tinte de manifiesto— sobre el arte de traducir. De manera significativa, comienza con un epígrafe de Nikos Kazantzakis: “¿Qué es lo más difícil? Eso quiero”. Esta frase condensa la filosofía de Ancira: asumir sólo desafíos que motiven un aprendizaje.
- Te recomendamos Pies, para qué os quiero | Por Irene Vallejo Laberinto
El tiempo de la mariposa es una aventura por los paisajes literarios que Ancira ha explorado a lo largo de su carrera para documentar sus traducciones. Desde sus primeros encuentros con la literatura rusa en Moscú hasta sus inmersiones en la obra de Kazantzakis, cada página del libro evidencia su compromiso con el oficio de hallar la palabra precisa. Traducir, dice es comprender, es compartir y, sobre todo, es escribir. En entrevista con Laberinto, Ancira habla sobre sus pasiones literarias, su proceso creativo y su visión de la traducción como un arte que va más allá del plano más superficial de las palabras.
Si algo queda claro tras la lectura de tu libro es que la traducción parece ser un oficio de paciencia.
Por eso se llama así el libro, El tiempo de la mariposa, por el tiempo que se necesita para que madure la traducción.
¿Es la paciencia una virtud que has aprendido a apreciar o cultivar a lo largo de tu carrera?
No sé si la aprecio o si la he aprendido, pero sé que es indispensable. Es una cosa que se impone. Si haces un primer borrador y lo revisas por encima, eso no es una traducción literaria. Es simplemente eso, un borrador.
Ese compromiso incluye, en tu caso, los viajes y las horas de trabajo previas al momento de la traducción.
Es previo a veces, pero en ocasiones, cuando sé lo que me falta en medio de la traducción, salgo a buscarlo. Para traducir Zorba el griego, por ejemplo, hice cinco viajes: dos al Peloponeso, dos a Creta y uno al Pireo. Y ocurrieron en distintas etapas del proceso de traducción.
En algún momento escribes que te sentías capaz de dar la vida por la traducción de Zorba, el griego.
Sí, descubrí eso en Moscú, cuando estaba estudiando. A veces sucede que leo un texto en otra lengua y siento que ya no puedo vivir si no lo traduzco. Es como si el texto se apoderara de mí. En ese entonces me sentía dispuesta a lo que sea con tal de traducir ese texto. He llegado a traducir libros sin tener editor, por el puro placer de traducirlos. A veces simplemente no puedo seguir viviendo sin traducir, es mi manera de ser.
Dicen que infancia es destino. En tu caso, esa máxima parece cumplirse, especialmente considerando la influencia de tu padre.
Sí, mi papá era actor. Hizo muchas obras de teatro ruso. Además, en casa se leía mucho a Chéjov.
Pero también hubo una conexión con Grecia desde una edad temprana. ¿Cómo influyó eso en tu carrera como traductora del griego?
Eso sucedió gracias a la familia en la que nací, a la sensibilidad de mis padres y a su amor por la música y la literatura. Por todas esas cosas, recibí en la infancia elementos que me iban descubriendo poco a poco quién era yo. Y esa sensibilidad, ese amor, esa pasión, esa necesidad de Grecia que tengo desde niña, ahora la colmo traduciendo literatura griega.
Desde el inicio de El tiempo de la mariposa, propones varias definiciones de lo que es traducir. ¿Cómo ves la traducción más allá de simplemente convertir frases una lengua en otra?
Es un contacto en donde los elementos de una lengua llegan a formar parte de nuestra cultura. A través de la traducción, mi cultura —la cultura de la lengua española— se enriquece con palabras, elementos y pensamientos que vienen de otra cultura. Gracias a la traducción pueden llegar a formar parte de nosotros mismos.
En el libro escribes también sobre algo que a menudo pasa inadvertido: la atención a las traducciones del autor traducido. Son, también, una manera de conocer sus intereses, sus pasiones y sus filias.
No nada más eso, también son una manera de entender cuáles eran las prioridades del autor en el momento de traducir. Por ejemplo, si yo reviso las traducciones que hizo Marina Tsvetáyeva de Pushkin —ella tradujo a Pushkin del ruso al francés—, me doy cuenta de dónde pone los acentos y de qué es lo que a ella le interesa en el momento de traducir. Entonces pienso: “si a ella le interesa esto, probablemente le hubiera gustado ser traducida de esa manera y no de otra”. Y ahí me planteo cómo tengo que traducirla.
Esto acerca el oficio de la traducción a la poesía, ¿no es así?
En el caso de Tsvetáyeva, sí, porque es poeta. Y su prosa es muy poética, llena de música, llena de asonancias y consonancias. Pero no es el caso de todos los autores, porque cada uno te pide ser traducido de una manera diferente.
Por eso has dicho que los autores te susurran cómo quieren ser traducidos. ¿Puedes explicar un poco más sobre eso?
Exactamente. El traductor tiene mucho de músico. Tiene que saber oír, tiene que llevar una cadencia, tiene que respetar un ritmo.
Tú misma tienes una conexión con la música. Cuando eras joven tocabas la quena y la zampoña. Cuéntame sobre eso.
No solamente tocaba la quena y la zampoña. Yo de niña hice muchos años de piano clásico. En ese sentido, a mí me ha ayudado muchísimo el estudio de la música. Y, bueno, mi padre era un melómano perdido y la música me ha acompañado desde que nací hasta el momento actual.
Imagino que la música te ayuda no sólo como una forma del placer, sino como una manera de entender el lenguaje.
Evidentemente, la música como una manera de sentir la lengua.
En el caso particular de Nikos Kazantzakis, tu relación con él ha sido siempre muy emocional. ¿Desarrollas ese mismo vínculo con otros autores?
Hace muchísimos años, ya más de 30, cuando llegué a vivir a España, acepté traducir a una muy digna escritora rusa contemporánea. Lo hice para abrirme camino, para entrar en el mundo editorial y darme a conocer, pero me di cuenta de que —como decía mi papá— fue debut y despedida. Es una escritora fantástica. No siento vergüenza de haberla traducido, pero no se produjo ese contacto. Desde entonces, las raras veces que he aceptado un encargo, lo he hecho sabiendo que los meses o años iban a enriquecerme, que iba a aprender. Y hay otro requisito indispensable en las traducciones que elijo hacer: que sean difíciles de traducir, que impliquen un reto, que tengan mucho trabajo detrás. A mí me gusta el reto. Es indispensable para mí.
ÁSS