Una noche de Antisolemnes vs. Solemnes

Memoria

José de la Colina recuerda su participación en el grupo y la revista Nuevo Cine, pero sobre todo recuerda un episodio que tiene entre sus protagonistas a Carlos Monsiváis y Sergio Pitol, comprometidos en una cruzada contra la solemnidad.

Los jóvenes, y antisolemnes, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis. (Foto: Archivo MILENIO)
José de la Colina
Ciudad de México /

1962

El 23 de mayo, una buena parte del grupo Nuevo Cine: José Luis González de León, Luis Vicens, Paul Leduc, Tomás Pérez Turrent, Emilio García Riera, Manuel Michel, Juan Manuel Torres y yo, nos habíamos reunido por la tarde en el María Bárbara, un café de la colonia Cuauhtémoc (situada, creo recordar, en Río Ebro esquina con Río Nazas), a decidir el próximo número de nuestra revista —sin saber, claro está, que sería el último número—. Estábamos “sesionando” cuando a poco, dejando su mesa y viniendo a la nuestra, se nos unieron nuestros amigos Carlos Monsiváis, eventual, casi fantasmal participante en el grupo, y Sergio Pitol, dos campeones de la Liga de la Antisolemnidad. (La antisolemnidad, una cruzada emprendida con tal seriedad y celo que, como en un proceso de odio-amor, empezaba ya a identificarse con aquello que combatía, era el affaire de estos dos amigos, y de un tercero, Luis Prieto, que esa vez no los acompañaba).

Terminada la irregular junta de redacción, Pitol y Monsiváis nos acompañaron a la exhibición, en el cineclub del Ifal, dirigido por José Luis González de León, de la película Johnny Guitar, que siendo obra de Nicholas Ray, uno de nuestros cineastas favoritos, y en el grupo conocida por unos y desconocida por otros, teníamos gran deseo de verla o de volver a verla. Pitol da en El arte de la fuga una versión de lo que sucedería aquella noche a la que solemnemente califica de “bendecida” por la risa, y que por esa y otras causas (…) le resultó suficientemente memorable para registrarla con alguna minucia en un bonito, disfrutable conjunto de ensayos y memorias del cual, en la cuarta de forros, Monsiváis —what a coincidence!— admira la alianza de “densidad cultural y vigor autobiográfico”.

Johnny Guitar, título que hoy suele frecuentar las selecciones de las mejores películas según el criterio de críticos (¿solemnes?) de todos los países, es un western en efecto sui géneris: el tradicional duelo de pistoletazos se da no entre hombres sino entre mujeres, y el argumento juega con las convenciones del género, extremándolas, estilizándolas y a veces revirtiéndolas a tal punto que, es verdad, no puede hablarse de una película mesurada, con sentido común, buen gusto, etcétera, sino de una especie de extravagancia romántica, delirante, barroca (La Bella y la Bestia del western la llama François Truffaut).

Pitol y Monsi no sólo la encontraron “intensamente divertida”, y estaban en su derecho, sino además la descubrieron como una afortunada ocasión para ejercer su Cruzada Contra la Solemnidad adoctrinando en la no-solemnidad al resto del público mediante la realización de una especie de precursor, audaz y valiente happening revolucionario (como una batalla de Hernani al revés o un facsímil de la chifliza a La consagración de la primavera, y tampoco era para tanto, francamente) que comenzó con el intercambio de codazos de entendimiento, mutuos palmoteos en los muslos, risitas supuestamente sofocadas, cuchicheos burlescos, y creció en risotadas artificialmente prolongadas y gritados comentarios burlescos, de modo que a media película no se podían oír los diálogos ni la música, ni era posible ignorar u olvidar que allí estaban realizando su hombrada los dos grandes gurús de lo antisolemne apoyados por algún febril admirador. Dejo la palabra a Pitol:

“Nos hemos sentado, como lo hacemos desde años, muy cerca de la pantalla, en la tercera fila. (…) Nuestras carcajadas resuenan en la sala, aunque nos parece extraño que sean las únicas. (Esta anotación tiene su sal. Me recuerda, no podría decir exactamente por qué, el chiste de la señora que cuando conduce el automóvil por el Periférico y oye el altavoz de un helicóptero-patrulla de tránsito que previene: ‘¡Tengan cuidado los que conduzcan por el Periférico: hay un loco viajando en sentido contrario’, exclama: ‘¿Cómo que un loco? ¡Todos!’). El público comienza a callarnos, nos insulta, exige que se nos expulse de la sala. El alboroto me impide disfrutar el final (después de que la antisolemnidad en pie de guerra nos impidió percibir toda la película). Cuando encienden las luces algunos espectadores, casi todos amigos nuestros, por supuesto, nos imprecan. Somos unos fariseos (supongo que hay un lapsus linguae: Pitol tal vez quiso decir filisteos), unos ignaros; nuestra deformación materialista nos impide detectar y apreciar un nuevo tratamiento del Mito. ¿No alcanzamos a entender que el verdadero rostro del odio es el amor? ¿Se nos ha escapado que la relación que vimos en la pantalla está regida por el concepto de amour-fou? Hemos presenciado un caso extraordinario de amour-fou, y dos o tres de nuestros amigos repiten al unísono, no entiendo si en serio o en broma, que l’amour-fou significa el amor loco, sí: loco, loco amor pregonado por los surrealistas, el gran Breton a la cabeza. ¿Sabíamos, acaso, quién es André Breton? Caminamos hasta la taquería vecina al cine Insurgentes. Rumiamos con un placer que va en aumento algunas escenas de la película y la furibunda intolerancia de aquellos cinéfilos beatos. Ha sido un día bendecido (¿una bendición no será acaso una cosa solemne?) por la risa”.

El Grupo Nuevo Cine, con Luis Buñuel al centro. (Archivo)

En su mayoría, los detalles son verdaderos, pero el conjunto no: Pitol tiene una memoria fiel, pero él no le es fiel a su memoria. Fastidiados ciertamente los de Nuevo Cine con la insistida antisolemnidad de nuestros amigos, que intolerantemente nos habían reventado la función, no sólo no los imprecamos, sino que, de viva voz, los defendimos discutiendo con unos cuantos asiduos al cineclub (en su mayoría espectadores franceses o francófilos, ni siquiera favorables a la programación de filmes norteamericanos y de géneros nada prestigiosos como el western) que estaban furiosos con lo que —solemnes, solemnes— consideraban un acto de provocadora mala crianza, un escándalo de groseros merecedores de la expulsión. Recuerdo la respuesta de una madame a González de León, que pedía disculpas para quienes, decía, sólo habían estado de buen humor: “Qui veut faire l'ange, fait la bête”.

Recuerdo a Manuel Michel patéticamente explicando a un monsieur: “C’est que, comprenez, ils sont des intelectuels contresolemnels…”, como quien dice “Perdónenles ustedes, es que están enfermitos”. Y no es verdad que se invocara al amour fou; sucede que ese día yo traía bajo el brazo, recién comprado en la Librería Francesa, y visto por Pitol, que en el María Bárbara me lo había pedido para ojearlo, el libro L’amour fou, de Breton que ¿casualmente? era tan detestado y calumniado por los acólitos de la Santa Izclesia (sic), incluidos algunos presuntamente revisionistas, críticos y antisolemnes. Tampoco es exacto que las carcajadas y los comentarios en voz alta fueran sólo de Pitol y Monsiváis. Algunos espectadores los imitaron y un posible novicio de la Santa Orden de la Antisolemnidad reía, hacía chistes patéticos y glosaba los comentarios de sus maestros con tal estruendo que al final de la proyección Jomi García Ascot, todo un gentleman, pero a quien el energúmeno le acaeció abrumadoramente en la butaca inmediatamente trasera, se volvió a decirle: “He aprendido mucho oyéndole durante toda la película; al fin sé cómo es un perfecto imbécil”.

Esa fue quizá la única imprecación que los antisolemnes habrán recibido esa noche de parte de sus amigos solemnes, y no fue suficiente para que abandonaran su tenaz campaña, desde luego. Aún tuvimos muchos años de la moda de la Antisolemnidad, tratados de Antisolemnidad, santones de la Antisolemnidad. Y la Antisolemnidad llegó a ser un fundamentalismo, como se diría ahora. Y al final de cuentas aburría. Pasaba como cuando la moda de ensalzar en los medios culturales las películas de Juan Orol, tan malas, nos decían, que son buenísimas, tan idiotas que son geniales, y surrealistas, y poéticas, etcétera, y las programaban los cineclubes y había empeñosos intelectuales que las veían varias veces hasta sabérselas de memoria, hasta poder citar cada detalle, cada diálogo, cada gesto; y luego uno por fin las veía, sólo porque no siguieran contándoselas ad infinitum y ad nauseam, y malas y tontas sí eran, y acaso podían suscitar alguna risa pero a cambio debía uno pasar dos horas de mortal cansancio desde el principio al fin. Ibargüengoitia, harto pese a su inteligente vocación de apatía, me dijo una vez: “La solemnidad siquiera es cómica, pero qué aburrida está resultando la antisolemnidad”.

ÁSS

LAS MÁS VISTAS