Sócrates debía morir. Primero, porque era mortal; segundo, porque ya era viejo y las opciones de vida que le quedaban tras su juicio no eran dignas ni deseables y, además, él mismo provocó la sentencia fatal. Pero también es cierto que las acusaciones en su contra llevaban cauce: perversión de la juventud y la introducción de dioses extraños, nuevos.
Que pervirtió a los jóvenes se ve en sus discípulos: se volvieron soberbios, aprendieron a obedecer sólo a la razón y no a la autoridad. El método socrático es invencible si se busca la verdad, no la convivencia. Él mismo se describió como un tábano: un bicho pequeño pero temible por su acoso recurrente y su mordedura dolorosa. Sus discípulos se daban perfecta cuenta de que componían una élite, un grupo superior en inteligencia, preparación y formación. ¿Por qué iba a valer lo mismo su opinión que la de un campesino ignaro, un alfarero bobo o la de cualquier bulto ciudadano que nunca aprendió a pensar? Y destruyeron la democracia ateniense para imponer su ilustrada Tiranía de los Treinta.
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Es lo malo de los filósofos: suelen tener razón, pero también soberbia. Cosa difícil la de ceder en algo cuando se tiene razón, pero a veces conviene quedarse callado cuando el abuelo dice tonterías, para preservar la concordia. Es menos racional, pero más prudente. Los jóvenes llenos de filosofía no entienden, ni Sócrates pudo explicar la prudencia, aquella virtud práctica que llamaba sofrosyne. De eso trata el diálogo Cármides. Es una virtud con características musicales: depende de intensidades, tonos, modos y, sobre todo, debe darse en el tiempo correcto, ni antes, ni después. No voy a intentar elucidarla. Sócrates no pudo; Platón, tampoco, y Aristóteles la confundió. La tradición de traductores oscila entre poner “prudencia”, que implica una intuición del otro, y “templanza”, que tiene mejor concordancia en un orden musical. Sombras del sentido original. Dejemos “prudencia”, pues, por simpatía con Antonio Gómez Robledo y por la importancia de la presencia de los otros en la propia virtud.
Las familias y tribus, las sociedades del Neolítico y las sociedades políticas requieren de prudencia para sobrevivir. Si se pierde, la sola lógica puede volverse solipsista, despiadada y criminal. Por ejemplo, en aras de un milenio de sol sobre el mundo, surgió el nazismo; por la estricta persecución de una sociedad comunista, Stalin y los millones de muertos, que no fueron accidente sino consecuencia lógica de un objetivo racional. Todos los horrores de las tiranías han podido apelar a la racionalidad; ninguna, a la prudencia.
Las dos acusaciones contra Sócrates van juntas. Son dos enunciados distintos, pero un mismo conflicto, que se diversifica. Los atenienses supusieron que el daimón que le hablaba a Sócrates desde su fuero interno era un dios espurio y extraño al panteón del pueblo. No era eso: era una voz que no le pertenecía, pero que lo guiaba en la prudencia; un recurso interior en que habitaba la sensatez común. Su función no eran las profecías, ni los augurios, ni revelar saberes exclusivos: era una pura advertencia, un recurso admonitorio contra los excesos de la razón soberbia, y es ese daimón “lo que se opone a que yo ejerza la política... Sabed bien, atenienses, que si yo hubiera intentado antes realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo... No hay hombre que pueda conservar la vida si se opone noblemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir muchas cosas injustas e ilegales: por el contrario, es necesario que el que lucha por la justicia, si pretende vivir algún tiempo, actúe privada y no públicamente” (Apología, 31d-32a).
Recurso teatral de Platón, porque el famoso demonio que le habla a Sócrates ocupa un lugar equivalente al desempeñado por el coro en las tragedias: voz del sentido común, incluidos miedo, piedad y pasmo. Y es que queda un cabo suelto: la razón, la pura lógica sin sentido común, o sin prudencia, no puede ser más que un solipsismo (idiotés, en griego). ¿Cómo distinguir entre Sócrates y Alcibíades, Cármides, los tiranos? Sócrates tuvo arrestos para ver su incompatibilidad final: se habían roto los vínculos entre unos jóvenes altaneros que sólo acatan su propia razón, y una sociedad ignorante, autoritaria y vengativa. No supieron vivir entre la conversación y el debate y solamente dejaron muertos, malas cuentas y el destrozo de la democracia.
ÁSS