Sombras huérfanas | Un cuento de Gabriel Rodríguez Liceaga

Ficción

Las entrañas de una prisión son el escenario de un obsceno desfile de criminales en esta historia del multipremiado escritor mexicano.

"No tienes dinero para comer pero sí para pintarte las greñas, le dice él a manera de bienvenida". (Foto: Ron Lach | Pexels)
Ciudad de México /

Apenas se dobla el día a la mitad, aparece una gavilla de prietas subiendo la cuesta. Es que los jueves vienen de visita las mujeres de los prisioneros. Parecen sombras huérfanas de cuerpo. Su andar es a la par atolondrado y urgente, como esos sueños en los que uno corre pero no avanza. Cargan a los hijos del bandido, cargan canastos con pan negro y guisos y tortillas duras, cargan una lona doblada y los palos y varillas con que armarán el tinglado que les servirá de íntimo cubil. Llegan sudadas y con los pies hinchados. Vienen desde diferentes tipos de lejos. La prisión las recibe desde su majestuosidad de trono en la punta del paisaje. Trono de monarca ultimado. Todas han sentido alguna vez que están ingresando, literalmente, a un hocico. Algunas vienen acompañadas de niños que ya saben caminar. Los han educado a no llorar.

Los prisioneros no pueden verlas aproximarse. Las huelen. Desde temprano apañan una parcela de patio, sienten la sangre de su cuerpo atorándose dentro de sus colgajos; se codean conciliatoriamente, sonríen como mazorcas. ¡Ya es jueves dios mediante! Dios no tiene nada que ver con la orgía de los reclusos. Dios no pasa revista en aquel claustro de sicarios. Se cuentan por cientos: laberinto de humanos desposeídos y enjutos, mugrosos y bravos. Son cientos y sus erecciones. Hay algunos que se masturban varias veces a lo largo del día para quedarse ya sin una sola gota de leche y así asegurar dureza por más tiempo adentro de mujer, adentro de tripa. Otros realizan ejercicios a lo largo de la semana, gimnasias para retener el chorro seminal. Habrá alguno que se hechice antes chupándole la juventud a las piedras o aquel que unta papilla de insectos en la empuñadura de su genital.

Llegan las mujeres. No se miran entre sí, son como estrellas distantes cuyo único anhelo es formar parte de una constelación. Por turnos cruzan el punto de chequeo. Las mujeres centinelas las manosean fríamente, quizá a alguna esto le parezca odioso, quizá a alguna le entusiasme. Entran al patio central y sienten el fantasma de un dedo aún escudriñándoles el centro del universo que llevan entre las piernas. Ubican al marido entre tanto pellejo de hombre. Reina la penumbra. Y eso que apenas es mediodía. Aquí el sol es ficción, jamás ha lamido rincón alguno de este patio arenoso y que hiede a sitio en el que muchos hombres han eyaculado.

Mariano está en la cárcel por haber matado al amante de su mujer. Ni siquiera los cachó, fue el mejor amigo quien se lo reveló entre broma y buches. Ni hablar, compadre le respondió Mariano, fue detrás del mostrador y sustrajo el arma. Dos balazos en el pecho.

Juliana, infiel, acababa de cumplir veintiún años cuando el drama. Han pasado cuatro de los trece que durará la condena. Cuatro años y sus inminentes jueves. Si fuera feliz además sería bonita. Retiene en sus facciones algo de inocencia frutal, una esquina del mundo esperando a que le quiten tanta telaraña. Su piel está castigada por viruelas rascadas sin censura. Sus ojos enemistados entre sí. Alta pero baja: como las sillas para niños de los restaurantes donde se mete a vender su mercancía. Llaveros cuyos brillos parecen de otra galaxia.

Mariano levanta el brazo y ella se acerca, sintiendo las miradas de los demás reos palpándola ya. No tienes dinero para comer pero sí para pintarte las greñas, le dice él a manera de bienvenida. Ella se cuelga de su brazo, algo indescifrable le responde estremeciendo los labios. Juntos, dan la impresión de una bandera que luego de errar sin rumbo de pronto hallara un asta donde sostenerse.

Alrededor de ellos, las mujeres comienzan a armar las casas de campaña. En cuestión de minutos aquel patio yermo se transforma en un campamento. No hay un método común en la construcción de dichas edificaciones del placer, cada una es un prodigio de la improvisación, todas tienen algo de íntimo, de digno. Las hay fuertes y bien asidas, las hay tembleques y diminutas. Las menos, de tela.

Los niños que ya saben caminar juegan alrededor de los hogares. Juliana levanta el local sin tanta prisa, maquinalmente. Luego pone una manta en el suelo.

Mariano recuesta y desnuda a su mujer prácticamente de un soplo. Qué demacrada luce: puede vérsele la osamenta debajo de su piel color centavito. Le busca huellas y rastros de otro hombre. ¿Por qué tienes las rodillas raspadas? ¿Para quién te rasuras las axilas? Reclamos que ella amortigua introduciendo al homicida en la tibieza de su regazo. Vestida de sombras, le ofrece uno de sus inmensos pezones, el que está del lado del corazón. En ese momento se borran todos los hombres libres de la faz de la tierra. ¡Jueves dios mediante! Él hace. Ella recibe, acoplándose talones, cadera y vientre. Se besan. Parches mal cosidos permiten la entrada de polizones de luz, moteándoles el cuerpo desnudo; dándole al coito algo de mágico. Ella no gime, él sí. Quisiera colocarla encima pero la habitación no da para tanto. Llega él al momento más enorme, cuando la respiración se demora. Es como si entre cada embestida hubieran pasado miles de años. Escasos cinco minutos. Se te ve muy cabrón el cabello así, le dice; incorporándose. Mi güerita.

Se sube el pantalón. Evita mirarle el sexo lleno de miasmas. Ella se limpia usando su falda.

Estás muy flaca, ¿qué no comes?

Ella no responde.

Algunas parejas aprovechan la hora y media de visita conyugal para charlar y reincidir en el ayuntamiento carnal cuantas veces sea posible. No todos hacen lo que Mariano:

Sale de la choza. Ahí afuera ya está conformada una desordenada hilera de presidiarios. Él los mide de reojo, calculando su imperio. Depositan dinero o gramos de chingadera en la mano del dueño y se meten a donde Juliana los va recibiendo uno por uno, piernas abiertas. Las reglas: sin mordidas y con prisa. No son reglas establecidas, se dan por hecho estando la morena tan guapa y la clientela tan impaciente.

El primero en la fila es un bruto que asesinó a alguien. Su basuco está adulterado con polvo de ladrillo que raspó de su celda.

Mariano observa a su alrededor las casuchas dispuestas irregularmente. El murmullo sexual es como un concierto de grillos: un gemido por allá, un grito contenido bajo la palma de una mano, el choque de dos cuerpos tenazmente humedecidos. Una mujer embarazada camina a puntas de pie, huyendo del patio y con el rostro lleno de lágrimas. Los niños corren, levantando una nata de polvo y ensoñación.

Sale el hombre, saciado. Entra el sucesivo cliente. Un alborotador que presume deber al menos tres vidas.

Los niños juegan a que son gatos. En los balcones vigilan varios guardias, botados de la risa. El viento suda. Los prisioneros más ancianos no participan del recreo, intentan espiar por entre los huecos de las lonas. Se ríen a carcajadas y rara vez tienen dientes.

Sale el hombre, inmediatamente entra otro. Uno que abrió el gas para que todos los de su edificio murieran.

Los niños juegan a que son gatos que son tigres. Mariano respira hondo, siente comezón en la ingle. Se truena cada uno de los dedos. Piensa en el exterior. Recuerda que era necesario sintonizar los canales de televisión con una perilla, recuerda que había un semáforo a la misma altura de la ventana en que creció, recuerda el culo de una vecina, recuerda a los perros bañándose en la fuente.

Sale el hombre, entra otro. Y después de ese otro más. Y luego otro más. Mariano pierde la cuenta. O tal vez nunca se aprendió bien los números. Todos asesinos, aquel mató a su hermano, aquel a su patrón empleador, este otro ahorcó a su madre con una agujeta de zapato.

Ese no pasa, le dice Mariano al siguiente cliente. Es un joven que va de la mano de su padre.

Es mi hijo. Ya está en edad.

Que se vaya a jugar con los otros chamacos, exclama Mariano, aquí nomás aceptamos presos.

Se miran fijamente. Ojos inyectados de sangre, puños comprimidos, dientes recién afilados. Los tres hombres que aún forman fila comienzan a quejarse exigiendo turno. Los tres tienen metida una mano debajo del pantalón mientras se empujan con la otra. Chiflan aceleradamente.

El joven se esconde detrás de su padre; parece niña, bien peinado, con ambas mejillas sonrosadas y una explosión de pecas negras en todo su rostro de fruta. La barbilla le tiembla, sus ojos son dos gemas.

Que pase, dice una trémula voz de dama salida desde el fondo de la casa de campaña.

Gabriel Rodríguez Liceaga

Nació en la Ciudad de México en 1980. Todos sus libros de cuentos han ganado premios nacionales de literatura. Niños Tristes (Premio María Luisa Puga de Cuento 2010), Perros sin nombre (Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2012) y ¡Canta, herida! (Premio Agustín Yáñez 2015). Además ha publicado las novelas Balas en los ojos, El siglo de las mujeres, La felicidad de los perros del terremoto y Aquí había una frontera (Certamen internacional de literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2018, ganador en género novela).

AQ

  • Gabriel Rodríguez Liceaga

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