Sor Juana en su balcón

Literatura

Antes de entrar por primera vez en Palacio, la niña mira hacia el balcón e imagina a la virreina, la hija de la virreina, las damas de palacio, allí detrás de las celosías, todas juntas y sin ser vistas contemplando espectáculos en la Plaza Mayor.

'La hija del virrey': retrato de la hija de los virreyes de Mancera, protectores en palacio de la joven Juana Ramírez. (Museo del Prado)
Sara Poot Herrera
Ciudad de México /

Aquella mañana, la muy joven Juana Ramírez sale de la casa de sus tíos, a donde llegó desde hace un tiempo. Proveniente de familias migrantes, ella misma ha sido también una niña migrante: de San Miguel Nepantla (allá en Chalco) a Panoaya (o Panoayan) —un borde de Amecameca—, y luego a la capital de la Nueva España. En los últimos tiempos ha estado viviendo con sus tíos —María Ramírez, una de las hermanas de Isabel, su madre, y Juan de Mata— en la calle La Puente de San Francisco, del barrio céntrico del mismo nombre de la gran Ciudad de México. Para llegar, con la emoción de noches en vela, asombrada de las nieves y los montes iluminados de luna que observa desde la ventanita de su habitación, con amaneceres de ilusiones, y nerviosismos también, Juana atravesó leguas entre espejos de nubes y granizos, y finalmente puso los pies en aquella ciudad —“la región más transparente del aire”— rodeada de lagos y de caminos de tierra y de agua, de canales y de puentes. Juana Ramírez (de Asuaje, sí) —futura Sor Juana Inés de la Cruz, “reina de la poesía”— había llegado a la Imperial Ciudad de México.

Los hijos de sus tíos —Juan, Isabel, Joseph, María, Salvador— son mayores que ella y todos o casi todos se han ido del hogar de su niñez. Seguramente, la adolescente no va sola y ese día, tal vez del año de 1665, no volverá a la casa de San Francisco, como tampoco volvió a vivir en sus primeras casas de Chalco y de Amecameca, desde donde visitaba el Santuario del Señor del Sacromonte y volaba su imaginación por la Sierra Nevada y los espesos bosques. Aún no llegaban los tiempos en que escribiría sus liras de ausencia:

Si ves el ciervo herido
que baja por el monte, acelerado,
buscando, dolorido,
alivio al mal en un arroyo helado,
y sediento al cristal se precipita,
no en el alivio, en el dolor me imita.

La poeta de San Jerónimo tocaría todas las métricas y llevaría a su pluma afectos poéticos en todos sus registros. Poesía lírica, que muchas veces recogía ecos ajenos y transformaba en sus versos. Acercarnos a su vida es deleitarnos de nuevo con sus poemas, reflejos de sus virtudes.

Desde muy chica, sagazmente veía de lejos —más tarde, lo haría con un telescopio, objeto preciado de su colección reunida en su celda— y también de cerca. Por ejemplo, al descifrar los signos blancos y negros de las páginas (close reading) y los múltiples signos de los fenómenos de la naturaleza: un cerca y un lejos que en vaivén transitaban en su mente, lo mismo que lo privado de su vida conventual a lo público de sus escritos, sus relaciones intelectuales y políticas.

Volvamos a aquella mañana, cuando la joven iniciaría su experiencia pasajera en el palacio virreinal. No regresó a la casa donde estuvo desde su llegada a la Ciudad de México (al menos no de inmediato, en caso de haber regresado), pero sí guardó en su persona sus experiencias infantiles tan ricas (traviesas también) y —muy importante—, sus primeras lecturas de la biblioteca de su abuelo materno, que marcaría con su letrita de niña, doblaría esquinas de algunas páginas, la oralidad plena de matices de varias lenguas junto con la letra impresa de tantas culturas resguardadas en los libros, que la acompañarían con muchísimos otros en su “sosegado silencio”.

Hasta esos años —de Nepantla a la ex Tenochtitlan, en donde aún pervive la cultura ancestral, amestizada de “mil culturas”—, su breve vida ha estado alimentada de lo que ha visto, oído y gustado, de los olores de los campos, la tersura de los libros leídos pegada en el tacto de sus manos, en el corazón de su intelecto. A su inteligencia añadió la información de sus primeros saberes, y así llegó a la capital de la Nueva España. Primero, a una casa urbana —extensión de la suya de Nepantla y Panoaya—, luego a la gran casa palaciega y más tarde a una casa conventual y luego a otra; en ambas, ya con el nombre de Juana Inés de la Cruz. ¿Y dónde estaría entre el periodo “biconventual”? En alguna parte, sí, pero no lo sabemos de modo contundente; en cambio, lo que sí sabemos y se supo en sus días es que el aura de su genio vislumbró y abrió caminos desde los barrotes de su celda del Convento de San Jerónimo.

Rural y culta —niña letrada—, crecida entre su extensa familia criolla y sus costumbres, rodeada de habitantes originarios, de familias con orígenes africanos, Juana cruza el puente, pasa cerca del Convento de San Francisco, camina con sus zapatos nuevos de taconcito (tal vez) y medias de canutillo; en una pequeña valija, su ajuar preparado para vivir en palacio. Escucha los rumores de la ciudad, observa y se emociona con la variopinta capital novohispana, sus voces, sus pregones. Sus sentidos se llenan de colores y de olores, su piel recoge la textura de “las naciones” de la llamada desde el siglo pasado Nueva España. Levanta la mirada y les hace un guiño al Popo y a la Ixta, quienes le mandan dos besos de nieve de chocolate y de vainilla.

Con los familiares que la acompañan, llega a la Plaza Mayor. Juana voltea a ver la imponente fachada de la (aunque inconclusa) Catedral Metropolitana. No tiene ni la más lejana idea de que letras de sus futuros villancicos, amenizados con notas de músicos de su época, en una década saldrán entonados a viva voz de las puertas de la iglesia; mucho menos imagina que el último sábado del mes de noviembre de 1680 imágenes y palabras suyas volarán en un “Prometeo de lienzos”, en “Dédalo de dibujos”. La Plaza Mayor tendrá una “lunada frente”, la ciudad navegará metafóricamente “sobre las ondas fabricadas”, la “métrica dulzura”, el Neptuno Alegórico de la “Imperial Mejicana maravilla”, con la firma de la Madre Juana Inés de la Cruz.

Esa Plaza Mayor sería el espacio de un destino. El arco de bienvenida a los virreyes de la Laguna —el Neptuno Alegórico, instalado en las afueras de la Catedral Metropolitana— abrió las olas de la fama europea de la monja jerónima. La virreina María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, marquesa de la Laguna, tuvo la genial idea de llevarse un manojo de escritos de su amiga (“rara mujer”) y publicarlos en Madrid en el año de 1689. Casi nueve años después de su primera impresión personal —¿también desde el balcón de la virreina?— del prodigio de Sor Juana Inés de la Cruz, apareció en Madrid Inundación Castálida. Es clásico el artículo de Georgina Sabat de Rivers, “Mujeres nobles del entorno de Sor Juana”. Indudablemente lo fueron.

Ahora, apenas iniciada la segunda parte de los años sesenta de su siglo, la jovencita camina un poco más aprisa que hace unos minutos. Late su “corazón ansioso”. Entre sus pocas pero elegidas prendas (por su tía, su madre, sus hermanas, sus primas) esconde ya no el queso que le encanta pero que teme que la haga “ruda”, sino nueces (“esas nueces guarda”, Juana) y otros frutos secos que Isabel su madre y Josefa y María sus hermanas le trajeron hace unos días. Las comerá poco a poco, en esas noches tan interminables como cortas de sombras fugitivas. Esas noches de las que años después se referirá en su poesía: “Nocturna mas no funesta / de noche mi pluma escribe”.

Antes de entrar en Palacio, su mirada se fija en el balcón de la virreina. Se imagina a la actual virreina, a la hija de la virreina, a las damas de palacio, allí detrás de las celosías, todas juntas y sin ser vistas contemplando los espectáculos que se celebran en la Plaza Mayor. Muy pronto —nos preguntamos— ¿estará ella detrás de aquellos entramados de madera? Pasarán los años para acompañar las preguntas con certezas: Juana Inés de la Cruz verá el mundo desde los renglones de sus enciclopédicas lecturas, los claroscuros de su celda, los barrotes de sus ventanas reales o metafóricas, por donde atravesará su genio, la interpretación del universo, su mirada irónica, su propia idea de la clausura:

Para el alma no hay encierro
ni prisiones que la impidan,
porque solo la aprisionan
las que se forma ella misma.

Éstas son líneas de un romance que muchos años después dedicara a Elvira de Toledo, la tercera virreina con quien tuvo comunicaciones, aunque mucho menos que con Leonor Carreto en palacio y aun mucho menos que con María Luisa Manrique de Lara a quien, tratándose de encierro (y aquí una pequeña muestra), le pregunta en un largo romance: “¿Por qué mi fe te encarezco, / cuando es cada prenda tuya / firma de mi cautiverio?” Pero apenas estamos a mediados de los años sesenta de su siglo, cuando después de muchas calles ha llegado a Palacio Virreinal.

Juana entra en Palacio. La recibe Leonor Carreto, la primera virreina que conoció y de quien estuvo muy cerca. Junto a la virreina, está su hija María Luisa de Toledo y Carreto, quien ahora tiene ocho, nueve o diez años. Junto a la casi niña María Luisa, una pequeña figura de rostro tatuado con líneas verticales le hace una especie de reverencia. Cómplices, las dos sonríen. Juana Ramírez ha iniciado una nueva vida; tal vez su primera etapa de encierro —Palacio—; la segunda —el convento. En los dos espacios, se abren y cierran las puertas, los postigos, tornos y tragaluces. Giran las bisagras de los días.

De Palacio, le llaman la atención los tapices, las alfombras, los objetos de plata, los bordados de seda, los tejidos, las almohadas, almohaditas y almohadones, las maderas, los marfiles, las pinturas, los biombos, las sábanas bordadas de nombres, las cortinas, las cerámicas, los cofres, las porcelanas… Tendrá que quitarse sus guantecitos de ámbar para escribir y caminar de puntitas con sus vestidos largos, usar peinetas, hablar en voz baja entre discreciones y circunspecciones, observar cómo las damas de Palacio mueven el abanico, se recogen las faldas de encaje y secretean entre ellas y ríen casi en sordina. La joven resguarda su “diamantino pecho”, vislumbra la fugacidad de las cosas.

Está muy cerca de la virreina. Leonor había sido dama de la reina de España; la muy joven Juana, damita de la virreina de la Nueva España. ¿Estaría ya en Palacio cuando se “celebra” en la capital de la Nueva España la muerte del rey Felipe IV y la jura de Carlos II? Fueron dos espectáculos efímeros, celebrados “barrocamente” juntos. Por la muerte del rey Felipe IV, escribe el Bachiller Diego de Ribera el “Pésame de las damas a la Excelentísima señora marquesa de Mancera”.

Todas ellas de riguroso luto fueron a dar el pésame a la virreina. ¿Estaría acompañada de Juana Ramírez, testigo de sus lágrimas? De lo que no hay duda es que la joven escribió un soneto dedicado al mismo asunto:

Soneto de Sor Juana por la muerte del rey Felipe IV
¡Oh, cuán frágil se muestra el ser humano
en los últimos términos fatales,
donde sirven aromas orientales
de culto inútil, de resguardo vano!
Solo a ti respetó el poder tirano,
¡oh gran Filipo!, pues con las señales
que ha mostrado que todos son mortales,
te ha acreditado a ti de soberano.
Conoces ser de tierra fabricado
este cuerpo, y que está con mortal guerra
el bien del alma en él aprisionado;
y así, subiendo al bien que el Cielo encierra,
que en la tierra no cabes has probado,
pues aun tu cuerpo dejas porque es tierra.

Ya con este soneto —perfecto en su género y filosófico en su tratamiento— su joven autora se estaba ganando los epítetos de su época, que muy pronto la empezaron a distinguir. Este poema no apareció en el momento en que fue escrito; quedó como muchos más guardado entre los barrotes de la escritura, los claroscuros de los espacios en que se escribieron pero que irían apareciendo no solo en la Nueva España sino en España también. Otros poemas han salido a la luz del enorme ventanal de la creación sorjuanina, a lo largo de los tiempos, y otros más esperan a ser rescatados. Posiblemente ese primer soneto quedó guardado en uno de los baúles de Leonor Carreto. Qué lástima que no quedara en un baúl de María Luisa Manrique de Lara también su tratado de música el Caracol, que aún permanece oculto en su caparazón.

Baúl de Leonor Carreto.

Después del día de luto por la muerte del rey, se celebró la jura a Carlos II. Aquel jueves 24 de junio de 1666 quedó consignado, entre otros, en el libro de Diego de Ribera, quien en un soneto registra el espectáculo y enfoca a la virreina y de nuevo a las damas de palacio. Todas ellas, en el balcón de la virreina:

En un balcón, al ver la vizarría
toda el alba se puso en la Marquesa,
porque quiso ostentar con su belleza,
ser la primera que festeja el día
No solamente su esplendor lucía
porque el esmero de naturaleza,
que hermosa Aurora a despuntar empieza,
puesta en otro balcón resplandecía.
Todas las damas bien aderezadas,
prestando a Abril y a Mayo flores bellas,
en estrellas se vieron trasladadas,
causando regocijo sólo el vellas,
que para el sol de Carlos convidadas,
fueron de Alba, y Aurora las Estrellas.

En aquel balcón de la virreina, de 12 varas de alto y dos de vuelo, y que daba hacia la Plaza Mayor de la Ciudad de México, ¿estaría la joven Juana Ramírez? No lo sabemos, aunque quiero creer que sí estuvo. Y mientras duró su estadía palaciega, la “muy querida de la señora Virreina” (título con que el Padre Calleja dice que entró en Palacio) se hizo imprescindible guardando una prudente distancia, al mismo tiempo que estaba muy cerca de doña Leonor. Le escribió un primer soneto que da fe de una enfermedad en su temprana juventud. ¿Enfermaría Juana en Palacio? ¿En el convento de las carmelitas, su primera intención de ser monja? No lo sabemos con exactitud, aunque sí se advierte de su frágil salud, que da evidencia en varios de sus escritos. Leamos:

Convaleciente de una enfermedad grave, discretea con la señora virreina, marquesa de Mancera, atribuyendo a su mucho amor aun su mejoría en morir
En la vida que siempre tuya fue,
Laura divina, y siempre lo será,
la Parca fiera, que en seguirme da,
quiso asentar por triunfo el mortal pie.
Yo de su atrevimiento me admiré:
que si debajo de su imperio está,
tener poder no puede en ella ya,
pues del suyo contigo me libré.
Para cortar el hilo que no hiló,
la tijera mortal abierta vi.
¡Ay, Parca fiera!, dije entonces yo:
mira que sola Laura manda aquí.
Ella, corrida, al punto se apartó,
y dejóme morir sólo por ti.

Leonor Carreto —Laura en la poesía— había nacido en 1616. Le llevaba a la joven Juana más de 30 años. Fue su alma mater cortesana. Con su esposo el virrey, llegó a México en 1664. Cuidó y fue cuidada por Juana hasta mediados de 1667. Fue un cariño correspondido. Desde Madrid, el Padre Calleja comentó que la virreina “no podía vivir un instante sin su Juana Inés”. Respetó y apoyó la decisión de la joven de ingresar al claustro monacal.

El domingo 14 de agosto de ese año de 1667 Juana Ramírez toma el hábito de bendición en el convento de Santa Teresa de la Orden de las Carmelitas. Al salir de Palacio la acompañan el virrey Antonio de Mancera y Leonor, su esposa. María Luisa, su única hija, le da un beso y la figura pequeñita con el rostro tatuado se le inclina. Sonriente, en su tristeza, se despide de la joven. Al salir a la calle, Juana voltea a ver de nuevo el balcón de la virreina donde tantas veces, muchas veces en la madrugada, observó la Plaza Mayor de la gran Ciudad de México. Años después, ya desde su balcón propio, abogó por la cultura y la intelectualidad de sus contemporáneos. Era religiosa y poeta, política también. Habló al gobierno local y virreinal, al lejano monarca a quien una de sus loas que le dedica la música canta:

¡Pues en el ser del hombre,
si bien se prueba,
mandar es accidente;
vivir, esencia…

Lo intuyó muy pronto y lo guardó en la medallita de niña y en el medallón de su hábito de religiosa. Ese año de 1667 aún no lo era.

Las Carmelitas del convento la reciben como monja corista. Aunque solamente llegó a ser novicia del domingo 14 de agosto al viernes 18 de noviembre de 1667, desde aquel domingo la conocemos como Juana Inés de la Cruz. Después, de nuevo con su nombre original —Juana Ramírez— llegó al Convento de San Jerónimo y, al profesar el domingo 24 de febrero de 1669 (a un año de ser monja novicia), será una vez más y para siempre Juana Inés de la Cruz.

¿La visitaría Leonor Carreto en el convento jerónimo? No lo sabemos. De haberlo hecho, seguramente recordarían los días de la corte (—Cómo te luciste, Juanita, cuando mi marido el virrey puso a dialogar contigo a aquellos cuarenta intelectuales. —Bah, como “si en la Maestra [la Escuela de Amigas] hubiera labrado con más curiosidad el filete de una vainica”); sus conversaciones privadas en el balcón de la virreina, sus reuniones con las damas de Palacio en el mismo balcón aquellos días de sucesos efímeros en la Plaza Mayor de la Ciudad de México.

Leonor Carreto murió en Tepeaca el (sábado) 21 de abril de 1674. El (martes) 24 de abril se recibió la noticia en la Ciudad de México. Sor Juana llora, recuerda, se resigna, agradece. Le escribe tres sonetos:

En la muerte de la excelentísima señora marquesa de Mancera

I. De la beldad de Laura enamorados
los Cielos, la robaron a su altura,
porque no era decente a su luz pura
ilustrar estos valles desdichados;
o porque los mortales, engañados
de su cuerpo en la hermosa arquitectura,
admirados de ver tanta hermosura
no se juzgasen bienaventurados.
Nació donde el Oriente el rojo velo
corre al nacer al astro rubicundo,
y murió donde, con ardiente anhelo,
da sepulcro a su luz el mar profundo:
que fue preciso a su divino vuelo
que diese como Sol la vuelta al mundo.

II. Bello compuesto en Laura dividido,
alma inmortal, espíritu glorioso,
¿por qué dejaste cuerpo tan hermoso
y para qué tal alma has despedido?
          Pero ya ha penetrado mi sentido
que sufres el divorcio riguroso,
por que el día final puedas, gozoso,
volver a ser eternamente unido.
          Alza tú, alma dichosa, el presto vuelo
y, de tu hermosa cárcel desatada,
dejando vuelto su arrebol en hielo,
         sube a ser de luceros coronada:
que bien es necesario todo el cielo
para que no eches menos tu morada.

III. Lamenta, con todos, la muerte de la señora marquesa de Mancera
Mueran contigo, Laura, pues moriste,
los afectos que en vano te desean,
los ojos a quien privas de que vean
la hermosa luz que un tiempo concediste.
Muera mi lira infausta en que influiste
ecos, que lamentables te vocean,
y hasta estos rasgos mal formados sean
lágrimas negras de mi pluma triste.
Muévase a compasión la misma Muerte
que, precisa, no pudo perdonarte;
y lamente el Amor su amarga suerte,
pues si antes, ambicioso de gozarte,
deseó tener ojos para verte,
ya le sirvieran sólo de llorarte.

Con el alma de su poesía inmortaliza a Laura: Leonor Carreto. En esa década de los años setenta Sor Juana empieza a darse a conocer notoriamente, sobre todo por sus villancicos. Los escribe en San Jerónimo y se cantan en las iglesias. Los antecedió un soneto de fines de 1667, publicado a principios de 1668 en el libro Poética descripción de la pompa plausible que admiró esta Ciudad de México en la sumptuosa dedicación de su hermoso, magnífico, y ya acabado templo, celebrada jueves 22 de diciembre de 1667 años. Conseguida en el feliz y tranquilo gobierno del exmo señor don Antonio Sebastián de Toledo, Molina, y Salazar marqués de Mancera, virrey y capitán general de esta Nueva España […] escrita por el br. d. Diego de Ribera … Para esas fechas la joven se había salido ya del convento carmelita. ¿Asistiría al festejo y estaría de nuevo entre las damas de la virreina? Lo más probable es que no, pero el imaginario podría ubicarla allí, conversando con Leonor. Imaginar también una línea del balcón de la virreina al balcón de Sor Juana de San Jerónimo, “que es una línea la espiral, / no un círculo la armonía”. El punto inicial, las hojas de sus libros leídos a la luz de la ventana de su cuarto de niña. Al aparecer su primer soneto en el libro de la dedicación del templo, Diego de Ribera la nombró “glorioso honor del Mejicano Museo”. Un museo cálido y sabio, como aquellos versos “mandar es accidente; / vivir, esencia…” Juana Inés de la Cruz lo supo en el Palacio Virreinal de la Plaza Mayor de la Imperial Ciudad de México. Siempre la acompañaron y con ellos su genio ha trascendido.

AQ

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