Sydney Brenner: maestro de la experimentación minimalista

Mis días con los Nobel

El premio Nobel investigaba los secretos de la vida encerrados en el ADN, y bromeaba con que, si Dios fuera científico, se habría topado con muchas trabas institucionales a lo largo de la Creación.

Sydney Brenner, 1927-2019. (Foto: James King-Holmes | Science Photo Library)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

Como becario del Consejo Británico en Cambridge, los amigos de la sede en Londres concertaron para mí una serie de citas con personalidades que tenían algo en común: el galardón de la Academia Sueca de Ciencias. Sin embargo, había luminarias que no podíamos dejar a un lado y perder su testimonio: Stephen Hawking, George Steiner, Martin J. Rees. Otro era Sydney Brenner, a quien incluimos en la lista por sugerencia de Max F. Perutz. Éste me aseguró que valía la pena charlar con él, pues si bien en 1993 aún no había ganado el premio Nobel, sin duda lo merecía. Así fue, en el otoño de 2002 el carismático sudafricano, de padre lituano y madre letona, lo obtuvo por haber descubierto la manera en que las células utilizan su ADN con el propósito de fabricar los ladrillos fundamentales de la vida, las proteínas.

Todo marchaba sin contratiempos esa mañana de otoño, hasta que cometí un desliz. En lugar de iniciar con una pregunta concreta, bien formulada, que lo invitara a interesarse en la plática, quise ser casual y tropecé. “Dígame, doctor, ¿qué hace usted?” El pequeño hombre rollizo, de cabello color zanahoria, espesas cejas y barba abundante, clavó la mirada flamígera de sus ojos verdes en los míos y dijo: “Es ridículo, ¡usted quiere que yo le haga su trabajo!” Sin darme oportunidad de disculparme, agregó: “A ver, ¿qué sabe usted de biología molecular?” Me hizo varias preguntas a fin de decidir si valía la pena seguir adelante. Tengo la impresión de que aprobé el examen, pues charlamos poco más de una hora. “Uno puede pasar, sin darse cuenta, de profesor distinguido a ciudadano extinguido”, acotó.

Su reciedumbre tenía una explicación. Era hijo de un zapatero analfabeta que, no obstante, además del lituano, dominaba yiddish, ruso, inglés, afrikáans y zulú. “Su ejemplo fue decisivo en mi formación”, me dijo. A los quince años de edad sobresalía por sus conocimientos en fisiología, medicina, física, zoología, botánica, química. Obsesivo de la experimentación, compartió veinte años una oficina del Medical Research Council (MRC), hoy Laboratorio de Biología Molecular, con el más bien teórico Francis Crick, quien lo llamó “el maestro del experimento minimalista”. “Nos la pasábamos haciendo bromas”, recordó Brenner, “y, al mismo tiempo, dándole vueltas a ideas, que luego probábamos en laboratorio, sobre el problema de fondo en biología: ¿cómo es que el material genético termina generando órganos funcionales?” Otra aportación suya, de enorme trascendencia para la investigación en este campo y que le dio el espaldarazo en la obtención del Nobel, fue haber identificado un gusano transparente, Caenorhabditis elegans, como modelo durante el estudio genético de los organismos vivos. Brenner se dio cuenta de que era imposible realizar investigaciones sobre el desarrollo de órganos y diferenciación celular en organismos complejos, como los mamíferos, peces y anfibios. Por el contrario, debido a sus dimensiones (un milímetro) y corta vida, este simple gusano, de apenas un millar de células, pero casi con el mismo número de genes y funciones vitales que cualquier humano, resultó ser ideal. Así fue posible entender cómo operan genes clave que regulan el desarrollo de los diversos órganos del cuerpo y la muerte celular programada, profundizando en el conocimiento de la patogénesis de diversas enfermedades.

Fue él quien descubrió un elemento esencial, el ARN mensajero, intermediario entre la información que se halla almacenada en el ADN, al interior del núcleo de cada célula, y la fábrica de proteínas, fuera del núcleo. Dicho ARN tiene que ser un eficiente y fiel Mercurio, un mensajero que lleve sin errores la información genética hasta el sitio donde tendrá lugar la producción de proteínas que provocan la vida de esta o de aquella manera.

Brenner me habló de la masificación de la ciencia y cómo los “normales” obtienen apoyos para su investigación inocua, mientras que algunos avezados se las ven negras para prosperar. No es que esta situación no se hubiese suscitado antes, pero hoy en día se agudiza por la escasez de nuevos temas paradigmáticos, aunada a la atomización de disciplinas emanadas de las hiperciencias. Un ejemplo típico es la reunión de dos disciplinas dispares, las neurociencias y las matemáticas, en un híbrido que llamamos cibernética. Brenner, con su acostumbrado humor pungente, comentó: “Si Dios solicitara un apoyo, no lo conseguiría porque alguien del comité habría objetado: “¡Ah, sí!, esos experimentos (crear el Universo) fueron muy interesantes en su momento, aunque nadie ha podido repetirlos hasta ahora”. Un segundo miembro del comité agregaría: “En efecto, ¡los llevó a cabo hace tanto tiempo…! ¿Y qué ha hecho desde entonces? Y un tercero remataría: “Además, ¡los publicó sin arbitraje internacional!”

AQ

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