La cercanía es una lupa engañosa. Podemos dudar de si captamos lo distante, pero siempre pensamos que vemos las cosas inmediatas y podemos mirarlas tal cual, como si nosotros fuéramos un espejo.
En la literatura, el espejismo de la cercanía también es un efecto complejo y mañoso. Xavier Villaurru-tia señaló en torno a esta ilusión, cuando explicó la originalidad de Ramón López Velarde, el fenómeno de “la admiración ciega”. Ésta consiste en tomar una obra sin reservas, desde una lectura superficial y en un contagio con los aspectos menos profundos. En esta aproximación “entusiasmada” cuenta más la “actualidad” del tema (locura, suicidio, drogas, pedofilia, armas, misoginia, violación) que el tejido de las frases, de los sentidos y de toda la obra en la creación de una imagen y de una idea. Un acercamien-to de esta naturaleza privilegia la fuerza y el carisma del ruido por encima de la escritura. Y entonces ocurre un curioso efecto de sustitución: la biografía secuestra a la obra.
Desde que leí por primera vez a Ted Hughes surgió la figura de Sylvia Plath. Los poderosísimos textos de él me hicieron pensar en los de ella. La leí. Me sorprendió la indefinición de sus composiciones. Lo que en Hughes era una recuperada claridad salvaje, en Plath era una trama grisácea de hechos simultá-neos: “día neblinoso”, “gato con una sola oreja”, “combado arco de espinas”. Reacciones muy limita-das frente a la grandeza de T. S. Eliot o Ezra Pound y ecos desvaídos de Robert Lowell. Percibí, desde luego, el deseo de superar lo inmediato en lo inmediato mismo, pero —eso sentí yo— fracasaba. Sin embargo, la crítica, haciendo énfasis en su trágica vida con suicidio, sostenía: “Es una de las mejores poetas norteamericanas, comparable a Emily Dickinson”. La sombra de la heroína desgraciada dirigía la lectura con la varita de la admiración ciega y la semblanza arramblaba al poema.
Ahora, al leer la Antología poética (Navona, España, 2018), que escogió el propio Hughes y que tradu-jo Raquel Lanseros, no cambia mi apreciación, aunque sí redescubro “Estiramiento facial”, “Papá” —típicos textos confesionales— y, sobre todo, “Espejo”. Este poema también está hecho con parpadeos e intimidades, pero las confidencias cobran un temple de autoconciencia verdadera y percepción esencial en el teatro hondo del reflejo: “Soy plateado y preciso…/ Cualquier cosa que veo la engullo inmedia-tamente/ Tal y como es…”. El poema construye de un modo feroz el carácter del espejo en la refrac-ción, como un agujero negro que traga todo y exhibe nuestras inseguridades y, al final, el monstruo de la vejez, “un pez terrible”, en el lago del azogue cuando el tiempo termine. Este poema me hace pensar que la muerte, en el caso de Plath, llegó antes de tiempo y nos arrebató otros poemas con la singularidad de “Espejo”. Sé que para la industria editorial y la ideología sexual eso no importa. Bas-ta con el toque de “magia” de lo chillón, del acontecimiento o de la biografía. Pero la verdad es la ficción: el poema.