El misterio se desgaja y escurre de la flor al pasto, pero también se remansa en los ojos azules, en las pupilas dilatadas y en las clavículas que dan la hora exacta de la entrega, de una entrega.
Las muchas secciones en Los trabajos de la Luz no usada (Fondo Editorial del Estado de México, 2021), de Manuel Becerra, se van sucediendo. Son capítulos, apartados que se perfilan en unidades. No son movimientos, sino momentos, estados de un transcurrir.
El zureo de la paloma. La paloma misma en una caja.
Hay voces que son presencias y se dejan escuchar. Cuerpos que se repiten sostenidos por el eco. Pero las historias se entretejen a pedazos, a trozos coloridos que a veces solo se adivinan en una trama mayor que lo cubre todo. Pero si la paloma fue víctima del zarpazo de un gato, el gato se subraya como la radiografía de la vida en pareja. Su ronroneo se confunde con los poemas. Quizá con la tesitura de los versos, con el aliento que los inflama.
Voy leyendo el libro. Los poemas, unos más extensos que otros, van trazando un ritmo cercano a la lira. Me explico. No se trata de heptasílabos ni endecasílabos, de dísticos elegiacos que me incluyan una frase melódica de mayor extensión y otra de menor alcance. Se trata de que el libro repite una arquitectura donde encuentro un poema de cierta extensión, superior a la página, y otro que, conciso, se perfila y recorta. Así me entero de la gata y su entorno. La historia, “la médula de la verdadera fábula”, como solían decir los antiguos, se me confunde y traspapela en un paisaje que no cesa de crecer.
El paisaje, los extramuros son una campiña proclive a los caballos. Las siluetas, como dioses domésticos o genios tutelares, me siguen a todas partes. No importa la presencia de la nieve, las negras figuras recortándose en fila frente a una puerta cerrada. El frío, el sordo dolor que se canta porque no se puede decir. El Réquiem de la voz de la poeta bajo la nevisca. ¿De dónde habrá salido tanto invierno?, ¿por qué todo poeta ruso es un caballo? Puedo imaginar un potro, no, mejor un garañón atrapado en las puertas de un ascensor poniendo en entredicho la perfección del mundo. Sé que no se trata de un guiño, que nada tiene que ver la literatura de viajes del siglo XVIII, que el cuerpo que cuelga iluminado por un farol, en una calle parisina, no pertenece a un poeta maldito. Nerval y Anna Ajmátova, pese a la lúcida intemperie, se sustraen, pero dejan su huella. No me debo ir con la finta, no debo distraerme con el rostro equino de Lovecraft frente al espejo, y sí avanzar entre ríos y bosques, seguir las veredas y caminos que van de una granja a otra, que los parajes de Nueva Inglaterra son solo un escenario, que Boston es mi pueblo y los hilos de esta historia me cubren en un aliento que pasa sobre mi sexo. (Su vestido era blanco y nunca traspasó la cerca de su jardín. Escribió numerosísimos poemas, pequeñas joyas sobre la tela de una mortaja.) Los dientes del caballo son grandes y alineados. Los poemas, que iniciaron intramuros, han salido y recorren los campos. El espacio rebota de texto en texto como redoblando el paso. Voy de aquí para allá, no ceso de moverme. La distancia y el mucho andar parecen ser las condiciones de Los trabajos de la Luz no usada, de Manuel Becerra. Estos, los poemas, son recortes sobre la página. Los otros, los de extensión, han quedado atrás. La voz es la misma, pero no así la respiración que se confunde con la niebla que arropa el bosque de Birnan. Insisto. Nada tiene que ver este escenario con los pensamientos de sangre de Macbeth, ¿o sí? ¿Me habré perdido de algo? He leído, ¿cómo no hacerlo? La “Canción de la nodriza”. Yo no conozco a Horacio Castillo, pero sí he leído a Paul Celan. A Margarete y a Sulamit sí las conozco. No he bebido la leche negra ni he sido perseguido por los perros y su maestro alemán, pero la “Canción de la nodriza” es un momento memorable de este libro como lo es también el poema que dice:
Tu familia
puesta a lo largo de la rosa de los vientos
es un conjunto de sucesos innumerables.
Tu padre se detuvo en una nube encinta
de la que eventualmente bajará.
Su postura de Pensador, mentón en mano,
no le concede reposo a nadie.
Pero a cambio te dio
sus ojos venidos de Armenia y su memoria
capaz de reconstruir una torre de barajas.
Un sacrificio por un poco de lluvia.
¿Acaso no fue lo mismo con Esenin,
el poeta ruso? ¿El muchacho
que hizo florecer las rosas
a cambio de su vida? ¿Acaso
no todo poeta ruso es un caballo?
Mira a tu padre, muchacho aún en la muerte,
crecer entre las rosas.
Ahora comparte cielo con un caballo.
La figura de la madre también aparece con su luz de ausencia (“Todo recuerdo está en batalla con la muerte.” Nos dice un sentencioso verso). Entonces el libro perfila su final y los poemas se despojan de todo lastre y aguzan la intensidad, se afilan.
El poema ha dicho, el libro, desde su Logos, se ha manifestado. Ya no estamos en la orilla que nos vio partir. Realmente ya no sé dónde estamos. Se habla de Nueva York, pero el paisaje no cesa y no nos detenemos. Tal vez esté amaneciendo, tal vez estemos muy lejos, quizá, en realidad, no nos hayamos movido. Pero la ciudad, siendo la misma, se nos deshoja sobre un vientre de mujer, como aquél que, quiero pensar, cantó fray Luis en su mítica traducción del “Cantar de los cantares”, autor aquí honrado. Brooklyn por aquí, la Torre Latino por allá, aunque se trate de Nueva York, y las torres del Puente Longfellow semejen un par de saleros. Llegados a este punto el libro termina con una serie de notas.
AQ